Agustín no se encontraba a gusto con sus últimas ventas. Sus comisiones, producto de la venta de materiales ferreteros, no habían sido lo buenas que el sagrado gasto del hogar demandaba y que su esposa le requería con los brazos en jarras y el ceño fruncido.
Esa mañana, se presentó en el mostrador de la tienda en donde prestaba sus servicios un personaje de manifiesta imagen rústica. Después de descubrir su cabeza y colocar el sombrero sobre el mostrador, ofreció una áspera mano a Agustín y explicó las razones de su visita en un lenguaje que revelaba poca academia.
El hombre expuso su deseo de abrir una jarciería o ferretería en su pueblo, distante dos horas de la capital. Agustín, comedido, con tiempo de sobra para atenderlo y con gran ansiedad por concretar una buena venta, enumeró los materiales y equipos básicos con los que, a su criterio, la tienda debería contar al arranque de operaciones. El momento de las sumas fue ampliando su sonrisa, la cotización ya rebasaba los cien mil pesos y el potencial comprador, lejos de poner reparos, seguía pidiendo más y más cosas. El resultado final se colocó en las vecindades de los ciento cincuenta mil en moneda nacional. La forma de pago sería contra la entrega del embarque y con un cheque certificado, por lo que el departamento de créditos y cobranzas no tuvo objeción en autorizar la salida de la mercancía.
Y alegre como el jibarito, iba Agustín con la camioneta cargada hasta sus límites, retando las curvas, esquivando baches y rozando los topes del camino. Siguiendo las instrucciones del flamante ferretero y con la espalda adolorida, llegó por fin al pueblo señalado. El cliente ya lo esperaba frente al negocio. Con cubetas y cajas, apartaba el lugar de la calle en donde se realizaría la maniobra. El local recién pintado, con muebles y anaqueles nuevos, brillaba como la sonrisa del orgulloso propietario, quien hacia la labor de: “Viene, viene”.
Una vez entregado el cheque y descargada la mercancía, Agustín emprendió el regreso. Acompañó la soledad de la cabina de la camioneta con cánticos regionales, salidos de su jubiloso pecho.
Al siguiente día, satisfecho y orgulloso por su reciente venta, entró a la tienda. Un matador de toros al partir plaza habría envidiado su porte. Las miradas de aprobación y envidia de los compañeros custodiaron sus pasos hasta la oficina de crédito y cobranzas. Su estadía en ese departamento fue muy breve. Salió persiguiendo a la encargada quien, taconeando enérgica, marchaba con rumbo a la oficina del gerente, seguida muy de cerca por un Agustín a quien la cara comenzaba a ponérsele pálida.
—¡¿Cómo que cheque de caja?!— exclamó el gerente.
—Licenciado: este cheque se ve más falso que las galletas de animalitos—remató la enrojecida encargada.
El banco confirmó sus sospechas. En efecto, se trataba de un cheque falso. Agustín contagió su palidez a la encargada y al gerente. Delante de ellos, trató de comunicarse vía telefónica con el cliente, pero los múltiples intentos no lograron concretarse. El gerente subió a su auto y siguiendo las instrucciones del angustiado Agustín, a toda velocidad se dirigió al pueblo de sus zozobras. Casi dos horas después, llegó al lugar indicado, para encontrar la fachada de un negocio cerrado en día y horario laborales. Preguntó a los vecinos: sus investigaciones lo llevaron a una casa en donde conoció al dueño del local, quien, al tiempo que daba de comer a sus vacas, dejaba atónito al apresurado gerente:
—Újule patrón, hubiera usté venido antes. Estos cuates vaciaron anoche el local y ni adiós dijeron. Siquiera que yo sí alcancé a cobrar mi renta.
Y triste, como el jibarito, el gerente emprendió el camino de regreso. Helado y meditando en cómo hacer para avisar de esta contrariedad, ignoró la cálida puesta de sol que pintaba el horizonte. Ni eso logró calentarlo.
En el recuento semanal de novedades, se coló entre las de rutina: la noticia de un fraude. El dueño del negocio y de una cadena de otros treinta, decidió, sin sobresaltos y en el mismo tono, que el importe perdido sería cubierto por el gerente y por el vendedor. Estricto, pero “benévolo”; les dio el plazo de un año para pagar.
A partir de ese miserable día, el angustiado vendedor fue mejor conocido como: “Angustín”. El ceño fruncido de su esposa fue perfeccionado y copiado en versión libre por la esposa del gerente y por el gerente mismo, quienes, cansados de callar y aguantar y tras inacabables madrugadas de insomnio, coincidieron en revisar la utilidad práctica de su permanencia en la empresa. El matrimonio, colocado en la imprudencia, se lanzó en búsqueda de otros derroteros. La vida se encargaría de cobrar esa osadía: les hizo entender a golpes que el coraje no es un buen consejero.
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