A los dos años de habernos casado José y yo, logramos cambiarnos al departamento que tanto nos gustaba en San Miguel Chapultepec. Era muy amplio y con balcón hacia la calle. Algo que nos llamó la atención fue que solo eran dos departamentos por nivel y en total eran 4 pisos.
Yo había escuchado a mis padres comentar que a los vecinos solo se les debe saludar amablemente, pero jamás hacer amistad con ellos, y menos invitarlos a casa.
¡Cómo me arrepentí de no haber seguido su consejo!
Cuando ya tenía siete meses de embarazo, decidí dejar de trabajar y dedicarme solo a mi hogar, a mi marido y a mi futuro hijo.
Nuestro primer hijo tenía un mes de edad cuando un día, en que lo estaba bañando, alguien comenzó a tocar el timbre con insistencia. Sin suspender mi actividad, grité que estaba ocupada y no podía abrir. A los pocos minutos, volví a escuchar que tocaban directamente en la puerta del departamento. Me extrañó, ya que no habían timbrado desde el interfón de la calle.
Con mi hijo en brazos, abrí la puerta y vi a una señora como diez años mayor que yo. De inmediato se presentó: comentó que se llamaba Laura y era mi vecina de la siguiente puerta. Acto seguido, preguntó si podía pasar unos minutos y entregarme unas galletas que había horneado.
Ese fue el primer día de muchos que, con el pretexto de pedirme azúcar, jitomates o lo que fuera, venía a platicar y tomarse un café. Me comentó que trabajaba como sobrecargo y su esposo era piloto de Mexicana de Aviación.
Durante dos semanas, no supe nada de Laura, hasta que una tarde llegó con una gran maleta. Primero se sentó a tomar su acostumbrado café y después empezó a acomodar, sobre un sillón de la sala, un gran número de piezas de ropa. Todas las prendas habían sido elegidas con muy buen gusto. Entonces me comentó que de cada uno de sus viajes traía ropa para vender.
A partir de entonces, y debido a que mi marido ya tenía mucho mejores ingresos que cuando nos casamos, me convertí en su clienta. Incluso, comencé a hacer reuniones para que Laura mostrara la ropa a mis amigas.
Debido a las casi diarias visitas de Laura, y a que yo sentía una gran soledad al no ser visitada por mis padres, ni por algún familiar, se fue creando una amistad. Me convertí en la confidente de sus infidelidades, algunas de las cuales se podrían calificar como desviaciones.
Pasados varios meses, no recuerdo cuántos, Laura se cambió de casa, pero me seguía avisando cuando regresaba de viaje para que la visitara y me mostrara el nuevo cargamento de ropa traída de contrabando.
Siempre llevaba a mi hijo, que ya tendría como año y medio, pero en cada visita me sentía más incómoda, ya que ella buscaba cualquier pretexto para desnudarse y, según ella, modelar la ropa.
Mientras tanto, ya estaba en construcción nuestra casa en la colonia Churubusco Country Club, (nada cerca de la de Laura). Cuando al fin nos mudamos, mis visitas a la que ya consideraba mi amiga incómoda se fueron volviendo más esporádicas.
No me considero santa, ni perfecta, pero creo que la moral marca límites. Las pláticas de Laura cada vez eran más vulgares y ya rebasaban los míos. Con frecuencia, yo inventaba diferentes pretextos para acortar las conversaciones telefónicas.
Comencé a organizar reuniones de amigas, de compañeros de mi antiguo trabajo y de amistades de José.
A algunas comidas asistía mi hermano mayor, el único familiar que me frecuentaba. Poco a poco, y como sucede hasta la fecha, fui tomándole gusto a atender gente en mi casa, ya no por soledad, sino porque realmente lo gozaba.
Una noche, mientras disfrutábamos la cena en casa junto con cuatro invitados, mi hermano entre ellos, sonó el teléfono. Por la prisa con la que contesté, no revisé en el identificador, quién llamaba y tontamente lo hice a través del altavoz.
Era Laura, quien inmediatamente después de saludarme, a pesar de que le informé que estaba ocupada con visitas, comenzó a hacerme preguntas incómodas. Los invitados y mi marido dejaron de charlar para escuchar nuestra conversación.
Debí de haber colgado de inmediato, pero mi educación o cobardía no me lo permitieron. Tal vez lo que me paralizó fue la sorpresa. Esa llamada hizo que, por meses, me sintiera sorprendida y apenada conmigo misma y hacía los que habían escuchado la propuesta de Laura. Pasó mucho tiempo y yo continuaba sin poder creer lo que expresó y que yo hubiera podido sostener una amistad con esa vecina.
Esa noche, más pronto de lo que pude imaginarme, con lenguaje poco frecuente, Laura me expresó la razón de su llamada.
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