Damas y caballeros
“Su legado “
Por Araceli Ardón
Un queretano fundamental en el desarrollo del siglo XX fue Roberto Ruiz Obregón, cuya mente fecunda fundó instituciones educativas, industrias y organismos de servicio a la sociedad civil. En este texto, describiré detalles de su vida que son desconocidos para la mayoría de los queretanos.
Tuve la fortuna de escribir su biografía, publicada por la fundación que lleva su nombre. Fue mi mentor y maestro de vida. Durante quince años me recibió en sus oficinas. Compartió conmigo sus recuerdos de niño y adolescente, su visión de un país que cambió por completo desde su nacimiento en la Villa de Santa María de Amealco el 3 de junio de 1904 hasta su partida el 14 de diciembre de 2001.
Al inicio, se rehusó a la publicación de esa biografía. Me decía: “No me siento merecedor de un libro sobre mi vida. Yo no he hecho más que mi deber, aporté un grano de arena al desarrollo, pero eso fue todo”. Lo convencí de que su obra y su legado no le pertenecían a él sino a la historia de Querétaro. Entonces accedió, convencido de que su vida podría ser un ejemplo para jóvenes industriales y una inspiración para los estudiantes de México.
Don Roberto llegó a la edad de la sabiduría y comprendió que su legado serían sus obras. En varias ocasiones me dijo que las riquezas no se pueden llevar a la vida que viene después de la vida. Hay que prepararse para el viaje definitivo ligeros de equipaje y ricos en experiencias.
No tenía mucha afición por la ropa. “Mis hijos me compran camisas. ¿Para qué quiero tener tantas camisas colgadas en el closet si no puedo ponerme una sobre otra? Yo solo necesito dos camisas blancas para trabajar”.
Su pasión por el trabajo fue una de sus facetas, otra fue su energía. Su perseverancia para fundar instituciones educativas para la formación de la juventud no tiene equivalente en nuestra historia. Comenzó a construir escuelas primarias rurales en la década de 1940, pagando de su bolsillo los salarios de los profesores y contribuyendo a la compra de mobiliario. Nada lo hacía más feliz.
Cuando nació Don Roberto, el país vivía los últimos años del Porfiriato. Cuando el niño tenía dos años, quedó huérfano de madre y apenas tenía seis años cuando estalló la Revolución Mexicana y nuestro territorio sufrió una sangrienta guerra civil que dejó como saldo un millón de muertos. Su padre, don Federico Ruiz Obregón (ambos compartían esos dos apellidos), trabajaba en aserraderos del estado de Michoacán. En 1912, viajaba la familia completa en el tren que salía de Querétaro rumbo a Uruapan. En el ramal de Acámbaro, los rebeldes volaron el ferrocarril con una bomba atada a las vías. Todos los pasajeros tuvieron que tirarse al suelo y permanecer ahí quietos durante una hora, esperando a los bandoleros que dinamitaron la vía. Fue la primera vez que el niño Roberto sintió la presencia cercana de la muerte, siguiendo sus pasos. Su mente era muy tierna todavía, pero supo aquilatar la experiencia.
Una madrugada de 1913, don Federico salió con su hijo a caballo de la hacienda de Zinciro rumbo a la estación de tren en Escobillas. En el camino se encontraron con Inés Chávez García, un capitán de guerrilla que venía con sus hombres sembrando fuego y destrucción. El bandido levantó el gabán de don Federico para descubrir a su hijo en ancas, abrazando a su padre. La mirada del niño, llena de temor, hizo que el guerrillero los dejara ir. Esa noche llegaron los malditos a la estación e incendiaron el edificio. Don Roberto tuvo la convicción de que gracias a que su padre lo llevaba consigo, Inés Chávez les había perdonado la vida.
En la hacienda de Erongarícuaro, donde vivían en 1916, el niño subió a la azotea para ver desde ahí una balacera que ocurría en la calle, un enfrentamiento entre distintas facciones. Las balas silbaban cerca de donde se encontraba. Su madrastra Lolita lo buscaba con desesperación y por fin lo encontró sano y salvo. Debido a estos acontecimientos, don Federico decidió trasladar la familia a la ciudad de Querétaro en el año 1917, al término del Congreso Constituyente. Ochenta años después, don Roberto seguía recordando aquellos momentos terribles, como la vez en que caminaba a la escuela, cerca del Teatro de la República, y tuvo que esconderse en el quicio de un zaguán para escapar de las balas que rozaban el marco de la puerta.
Era un hombre feliz, que gozaba del amor y la dedicación plena de una mujer excepcional, doña Consuelo Rubio. Don Luisito Rubio Andrade me contó: “Mi hermana Chelo era un encanto de mujer. Cuando ella tenía nueve años y yo siete, mi madre nos inscribió en el Conservatorio de Música. Ya estaba casada cuando concluyó sus estudios de concertista, con una gran ejecución en el Teatro de la República. Ella tenía su piano vertical desde que era soltera y Roberto le regaló un piano precioso de media cola. Era una cocinera estupenda, que preparaba deliciosos platillos”.
Al crear los clubes de servicio, las instituciones de beneficencia, las escuelas primarias, al apoyar universidades y centros de capacitación, al trabajar tanto y con tanta intensidad, Don Roberto, que era un hombre luminoso, aumentó la luz de su sonrisa, porque hizo cientos de amigos, fue ejemplo para miles de trabajadores, nos dio la prueba fehaciente de que disfrutando de la vida se puede transformar el mundo y ser hasta el final ejemplo de dignidad, fortaleza e integridad humanas.
Se dedicó a las industrias que él fundó, pero con su inteligencia habría podido ser exitoso en cualquier ámbito. Si su padre hubiera decidido continuar su vida en Michoacán, o si el joven Roberto hubiera aceptado la invitación que le hicieron sus jefes de Ferrocarriles Nacionales de radicar en Guadalajara en 1934, el Querétaro en que vivimos habría sido diferente. Por fortuna, él tomó la determinación de regresar a nuestra ciudad y aquí escribió una de las historias de éxito más grandes que nos ha tocado presenciar.