Si les digo que el tronco de este árbol, que habita en mi jardín, tiene cuatro metros de circunferencia, es porque tengo la cinta métrica en la mano. Permítanme presentarlo: orgulloso miembro de la arbórea familia de los Anacardiaceae, es conocido en el ambiente científico como: Shinus molle. De cariño le decimos: Pirul.
Sus hojas realizan la fotosíntesis, meciéndose altivas, allá por los diez o quince metros de altura. Sus principales funciones son: ornato, abastecimiento de remedios caseros, instrumental para limpias metafísicas, friegas y frotaciones. El uso de su madera ha sido ampliamente difundido por los numerosos intérpretes del compositor Tomás Méndez:
Pobre leña de pirul
que no sirves ni pa’ arder
nomás para hacer llorar
A través de la ventana, en este último año pandémico, hemos estrechado nuestra amistad. Verlo es como leer un libro. De un solo golpe, en su tronco leñoso se puede conocer su pasado, elogiar su estampa presente y en sus semillas, presagiar su futuro.
A través de sus hojas, se filtran amables a la casa el calor y la luz del sol. Según mis cálculos, y los de los amigos que lo admiran, tendrá unos cien años. Según los cálculos de los botánicos, vive sus últimos momentos. Por lo frondoso y despreocupado que se balancea, él tiene otros cálculos: se sabe perenne. Sus últimos años de vida serán los míos también. Es muy probable que me sobreviva.
En la elaboración de los planos de la casa, hace diecisiete años o más, en medio de la riña entre lo onírico y lo práctico, pudo prevalecer. Fue necesario cortar algunas de sus raíces, para hacer lugar a la construcción. Entristeció, tiró muchas de sus hojas, temíamos por su vida, pero no se dejó vencer y reverdeció otra vez.
Siempre creí que, desde las épocas del árbol del bien y del mal, los pirules ya habitaban por acá y que los mamuts rascaban en ellos sus espaldas, pero no fue así. Consultando el oráculo de Google, me enteré de que sus abuelos llegaron aquí procedentes de Sudamérica. Será ocioso pedir al Virrey Antonio de Mendoza que se disculpe, por traer al pirú desde el Perú. Seamos más prudentitos, como lo indican las buenas maneras y demos las gracias a su extinta excelencia, haciendo a un lado rencores añejos, caducos hace quinientos años.
Este descomunal gigante, que mece sus ramas por la azotea, para arrullar nuestro sueño, alguna vez fue la semilla que viajó dentro de un ave y que fue depositada en esta tierra. Nació en este, que era un campo olvidado, de la Hacienda de Juriquilla, a donde venían los pastores a sentarse bajo su sombra para cuidar de sus borregos y chivos. Muy cerquita, había un jagüey en donde bebían. Gracias a esa abundante agua, pudo crecer sin dificultad, alcanzando las alturas que hoy atrapan las miradas.
En las correrías revolucionarias de principios del siglo pasado, él, ya estaba aquí. Tal vez fue refugio de los pistoleros que huían, armados con rifles y muchas balas en sus carrilleras. Tal vez guarde en su tronco algunas de las que estaban destinadas para sus enemigos. Su dura y profunda corteza hace imposible saberlo. Tal vez, fue horca de los prisioneros. En otras funciones menos fúnebres, ha sido columpio, nidal y territorio de aves, domicilio de panales, retrete de los perros.
Hace unos cincuenta años, su paisaje comenzó a cambiar, llegaron personas cargadas con teodolitos y estadales. Colocaron marcas en el piso.
Al poco tiempo llegaron otros, abastecidos con palas, picos, máquinas y otras herramientas, comenzaron a cavar y a limpiar. Trazaron caminos, formaron calles, construyeron banquetas y todo ese complejo fue conocido desde entonces como fraccionamiento.
Nuestro pirul tuvo mejor suerte que algunos de sus hermanos, no se interpuso en su camino, y florea para contarlo. Los extensos campos verdes de su juventud ahora se llaman: áreas verdes, el jagüey: área común y su radical ubicación: jardín.
Les he encargado a los pájaros, que lleven sus semillas muy lejos de aquí, a los lugares donde no llegarán los fraccionamientos. Donde sus frutos puedan vivir tranquilos y frondosos, sin sufrir la invasión del desarrollo y el progreso.
La fortaleza ante la adversidad de este árbol ha sido ejemplar. Cuando corté algunos de mis arraigos, me marchité, busqué otras fuentes y como él, reverdecí también. Mi amigo Pirul me inspira a abrazar una vida intensa, como intensos son los vientos que ha soportado. Pero, sobre todo, a aguzar la mirada, para observar los milagros gratuitos de la naturaleza.