Estoy parada en la orilla del mar, todo es calma y tranquilidad. Respiro hondo, retengo por unos instantes el aire que absorbe cada célula de mi cuerpo. En el horizonte distingo una línea tenue casi imperceptible que divide al cielo con el mar; ambos son azules, pero no se mezclan. Siempre hay una línea que los divide.
La arena acaricia mis pies como un abrazo, disfruto la cálida sensación. Por fin, llego el día que espere durante mucho tiempo. Sabía que sería el inicio de algo nuevo. La culminación de un sueño que hoy por fin veía culminado.
Mi padre está a mi lado. Sostiene mi mano, la acaricia con su dedo pulgar; sus movimientos son ligeros y suaves. Me brindan seguridad y confianza. Igual que como cuando era una niña y aprendí a ver el mundo a través de sus ojos y a entenderlo con sus palabras. Han pasado tantos años, él, ha llegado al ocaso de su vida. La piel que cubre sus manos es delgada, casi transparente y con finas arrugas; como una hoja de papel. Tiene el cabello teñido de blanco por los años. Su mirada es triste, luce pensativo. Con la constante búsqueda de encontrar la respuesta; algo le preocupa. Me pregunto: ¿Qué es lo que alberga la mente de un hombre que ha vivido 90 años? ¿Qué pensamientos lo invaden?, ¿Qué ha preferido olvidar?, ¿Qué recuerdos lo atormentan al amanecer? La memoria es como una telaraña que tejemos con nuestros recuerdos, que nos sostienen, aunque el olvido es también nuestra salvación; nos evita caer en nuestra propia trampa cuando es preferible olvidar.
El murmullo de las olas del mar llega como un armonioso susurro. De pronto, algo ha cambiado. Una nube gris acecha en el horizonte. El aire se ha tornado frío y agreste. En un instante, el cielo plomizo se ha tragado la luminosidad. El mar se empieza agitar, sus aguas inquietas se precipitan unas contra otras. Mi padre y yo nos miramos perplejos, inmóviles. Algo nos dice que será inútil huir, no podemos escapar. Entendemos que esta vez solo debemos esperar.
Una ola enorme se acerca, es tan grande que arrasará con todo. En un instante el agua nos derrumba y nos cubre. Suelto la mano de mi padre, la corriente lo lleva lejos de mí, lo alcanzo a distinguir tratando de salir a flote, yo hago lo mismo hasta que me doy cuenta qué él ha dejado de luchar, de resistirse. Le digo que no se de por vencido, que siga luchando. Pero mi padre es más sabio que yo. Sabe que hay una fuerza superior y que, el final será inevitable. Ya no lucha, solo acepta y espera, ya no va contra la corriente. La sabiduría de los años vividos. Sabe que hay un tiempo para nacer, un tiempo para vivir y otro más para partir.
Solo queda esperar y confiar que la tormenta pase. Entonces, quizá comprenderé el sentido.
Me resisto a abrir los ojos porque sé que todo ha cambiado, incluso yo misma. Sé que mi padre ya no estará.
Al horizonte hay una línea que divide el cielo y el mar. La tormenta ha pasado, estoy en la orilla, en donde todo empezó. Las aguas están tranquilas de nuevo, las nubes han dado paso al sol.
Mi padre ya no toma mi mano, pero cierro mis ojos y lo veo sonriendo, su mirada ahora es limpia y clara. De aceptación y conformidad. Quiere decirme algo, pero no puedo escucharlo, está lejos de mí; pero si puedo entender su mirada. Sé que por fin ha encontrado la respuesta de aquello que tanto le atormentaba. Esta en paz.
Y si, llego el día que espere durante mucho tiempo, entonces, sabía que sería el inicio de algo nuevo y si lo fue. Pero, ahora sé que así tenía que ser. Era nuestro destino, no podíamos escapar de él. Ahora comprendo, que hay algo más fuerte que nosotros, más sabio y muy superior.
En memoria de: Humberto Fernández Martínez
QEPD
Por: Sandra Fernández