Aquella noche de paz, noche de amor, del ya muy flaco calendario de 1980, cuando el reloj marcó la una de la mañana y la tía marcó nuestro número telefónico, buscando a sus hijitos, supimos que era la hora del final de la fiesta. Mis exhaustos padres, después de incontables brindis navideños, de haber preparado y atendido la cena para tíos, primos y otros comensales desvelados, se retiraron a dormir, no sin antes recordarme que había que guardar el coche.
Abrí la reja, abrí el coche y abrí bien grandes los ojos cuando por ahí pasó mi bola de cuates, que alegres se dirigían a “dar el abrazo” a la novia de uno de ellos, y familia que la acompañaba. Escoltar al pretendiente a acometer esa valiente acción, era obligado. Apretados, pero al fin instalados, en la sala de la chica y una vez cumplido el ritual del brindis, el padre de la novia nos dedicó socarrón, aquello de que: “Aquí no es mesón, sigan adelante, no les puedo abrir, no sea algún tunante”.
Decidimos, por la salud de la joven pareja, retirarnos con decoro y repartir sendos abrazos, en casas de otras novias, en donde, aunque fuera pobre la morada, nos la dieran de corazón. Como consecuencia de las “deshoras”, las cortesías tuvieron que ser interrumpidas, sin haber completado nuestro peregrinar. Evitando reprimir la alegría, nos replegamos al domicilio de uno de los compañeros, a gozar con las anécdotas. En épocas navideñas, algunos jóvenes, al igual que los peces en el río, beben y beben y vuelven a beber.
Todo era felicidad hasta que, al correr las cortinas, la luz del sol iluminó mi pálido rostro, que así se puso, como consecuencia de los excesos y al darme cuenta de la hora y de mi acto de barbarie. Corrí jadeando las diez cuadras que me separaban de la casa, esperando lo peor. Al llegar, encontré bien abiertos, tal como los dejé horas antes: las puertas del coche, la reja y mis ojos.
Procedí a ejercer para mejor ocasión, mi política de puertas abiertas, a ponerme pijama y cara de “yo no fui”. Para mi fortuna, nadie, ni los enfiestados ladrones, se dieron cuenta de mi descuido.
Esta anécdota navideña sucedió: ¡Hace ya cuánto ha!, como decía, cuando vivía y nos estrujaba, la cariñosa tía Eusebia, Cheve, para la familia. Eran las épocas en que derrochar cariño y abrazos no propagaba contagios.
En mi carácter de invitado, nunca gorrón, a celebraciones tales como posadas, brindis de fin de año y cenas navideñas, veo con preocupación que, en este año de pandemia, serán pocas o nulas, que no habrá anécdotas, ni fotos, ni brindis en la oficina, ni regalitos que intercambiar. Seremos protagonistas de una lacrimógena película de Hollywood, que podría llamarse: “El año en que no hubo Navidad”.
La fatiga pandémica se sumará a la depresión invernal, a la impotencia por los temas no resueltos en este año de encierro, a las metas pospuestas, a la crisis económica, a la falta de empleos, al dolor por la pérdida de nuestros seres queridos, sin haber tenido la oportunidad de darles, como es debido, un último adiós.
A pesar de todo, seguramente habrá festejos multitudinarios. Serán muy difíciles de impedir y, tristemente, los contagios serán devastadores. Tal vez, en reuniones de pequeño comité, algunos menos inconscientes, y con los cuidados debidos, escaparemos del encierro. Tal vez arriesgaremos nuestra vida y las de los demás, pero qué le vamos a hacer, así es el amor y nada habrá que le ponga diques.
En el terreno de las confidencias navideñas, admito que he sido un Mr. Scrooge. No extrañaré en estas fechas, ni a Santa Claus, ni a toda su inevitable parafernalia, ni su consumismo adyacente, ni la música de los centros comerciales, repetida hasta provocarme ataques nerviosos. Pero me harán falta, sin duda, la convivencia, el contacto físico, los aromas de la cocina.
Escúchame bien, maldito virus: no me quitarás el privilegio de abrazar a mi mamá en sus noventa navidades, no dejaré de convivir y de reír con mi familia y amigos. Soy capaz, después de hacerme la prueba antivirus, de acompañarlos a la misa de gallo, sin bostezar, de disfrutar romeritos y pavo aunque me rechinen los dientes, de cantar: “Ven a mi casa esta Navidad”, de romperme una muela con las colaciones que caen de la piñata, o descalabrarme con la misma.
En los setenta, la propaganda del gobierno nos decía: “La familia pequeña vive mejor”. Hoy añadiré: “y se contagia menos”.