lunes, diciembre 23, 2024

Otra consecuencia del accidente – Virginia Sánchez Morfín

Eran las siete de la mañana de un lunes del año 2005, cuando me dirigía a tomar la clase de Logoterapia que tanto me gustaba. 

Salí de casa a muy buen tiempo. No quería llegar tarde, ya que ese día sería mi admirado maestro Unikel quien la impartiría. 

A esa hora, el tráfico en el Anillo Periférico está casi detenido. Logré entrar al carril derecho de los tres centrales.  No había transitado ni diez minutos, cuando a la altura de las icónicas y coloridas Torres de Satélite, sucedió lo inesperado: un autobús escolar que venía atrás de mí, se incrustó en mi carro y la defensa de ese vehículo quedó justo en el respaldo del asiento en que yo manejaba. 

No me explico cómo, pero conservé la calma. Tomé las llaves del carro, la póliza de la aseguradora, escondí mi bolsa de mano debajo del asiento, subí los vidrios, bajé del vehículo, no sin cerrarlo con llave, y caminé hacia el chofer del camión.  Era un señor de setenta años de edad aproximadamente. 

Estaba muy pálido, recargado en uno de los lados de la unidad que, por cierto, iba completamente llena de alumnos que había recogido en sus casas para llevarlos a la escuela. Algunos niños lloraban, otros asomaban la cabeza a través de las ventanillas, a la vez que gritaban pidiendo que llamaran a sus mamás para que vinieran por ellos.  

Al estar cerca del chofer, me di cuenta de que le costaba trabajo respirar. Al verlo así, ya no le reclamé ni mostré mi inmenso enojo.  Me comentó que estaba enfermo del corazón, por lo que me dediqué a calmarlo y a ayudarlo para que llamara a la escuela y pidiera que vinieran a recoger a los asustados alumnos. Al mismo tiempo, contacté a la aseguradora y reporté el accidente. 

Al observar que se iba poniendo más pálido lo abracé diciéndole: “Señor, 

cálmese, no se angustie, mi carro está asegurado y gracias a Dios yo estoy bien”. En ese momento, él me pidió que le permitiera llevar en el camión a los niños a la escuela y que después regresaría. ¡Obviamente que no accedí!

En pocos minutos, el tráfico del Periférico, entre los curiosos y los que trataban de cambiarse de carril, quedó completamente detenido. Pasaron como  treinta minutos y al fin llegaron dos agentes de tránsito en motocicleta. Les expliqué cómo había sucedido el choque y me pidieron que tratara de mover el carro hacia los carriles laterales, ya que la salida estaba a escasos metros. 

Como siempre he manejado con bastante distancia del carro de adelante, en el impacto no choqué contra otro auto y pude arrancar perfectamente. Mientras tanto, los dos agentes abrieron paso y así mi auto y el autobús escolar quedaron estacionados en el carril lateral de la derecha. 

Llegó una ambulancia con dos paramédicos. Les pedí que primero atendieran al chofer, que seguía pálido y sintiéndose mal.  Le inyectaron algún medicamento y poco a poco se fue calmando. Al revisarme, no podían creer que ni el cuello se me había lastimado. 

La aseguradora tardó ¡cuatro horas en llegar!  Los niños que venían en el camión fueron llevados a la escuela en tres camionetas que envío el plantel. Mi carro fue trasladado en una plataforma a la agencia en la que lo había comprado tan solo dos meses atrás.  ¡Fue pérdida total!

¡Por supuesto, no llegué a mi clase!

Al lunes siguiente, frente al profesor Unikel, titular de la materia de Autodistanciamiento, expliqué todo lo relativo al accidente. Al terminar mi relato, el maestro se paró frente a mí y me preguntó: “¿O sea que, una vez mas

antepones el sentir de otras personas a tus propios sentimientos, en este caso,  de rabia y frustración muy, muuuy justificadas?”  

“Con pena te digo que quedas suspendida de mi clase este semestre. Así no vas a poder impartir terapia a nadie. No sabes tomar distancia y te haces cargo del problema de los demás”. El resultado del accidente no solo fue la pérdida total de mi carro, sino la expulsión de mi clase preferida.

Cuando la retomé al siguiente semestre, decidí exponer un problema que estaba viviendo mi hija y que me había confiado, pero yo no sabía cómo guiarla. Lo hice con la seguridad de que quedaba en secreto lo que ahí se exponía y era más confidencial que la confesión. 

A esa materia  asistía Iris, mi mejor amiga. 

A las pocas semanas de esa clase, Iris festejó su cumpleaños, al que estuve invitada. Me tocó sentarme junto a Jaime, un amigo mutuo, quien de inmediato me comentó: “Espero que tu hija ya haya resuelto su problema, Iris me lo platicó y me preocupé”.

Le pregunté si creía que más gente lo sabía. Me comentó que Iris lo había platicado a todos los asistentes a otra comida que había organizado en su casa y hasta las sirvientas habían opinado. 

Por supuesto que me sorprendió y enojó que algo,  que se suponía tan confidencial, mi amiga lo estuviera comentando.  Si mi hija se hubiera enterado de que otras personas lo sabían, nunca más me hubiera confiado nada. 

Mi enojo continuó durante los tres días que faltaban para la siguiente clase de Autodistanciamiento.

No acababa yo de decidir si debía exponer ante el maestro y los compañeros la grave falta de Iris, que era castigada con expulsión definitiva. Su falta de ética también ponía en riesgo a los demás estudiantes y más tarde a los pacientes que confiaran en ella. 

Pero, ¿cómo hacerlo, si era mi mejor amiga?

Otra vez el dilema: ¿le daba más importancia a mi amistad con ella o a hacer lo correcto y denunciarla?

Llegó el día de la clase y aún yo seguía sin tener la convicción de qué hacer.  A los pocos minutos de comenzada, el maestro me preguntó si me pasaba algo, porque me veía pensativa y ausente.  En ese momento decidí que …

g.virginiasm@yahoo.com

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