domingo, diciembre 22, 2024

Ni pío – Rodolfo Lira Montalbán

El corazón del fugitivo lo hacía al ritmo que estos le marcaban. Hábilmente logró escabullirse por un buen tiempo, atemorizado, se escondió lo mejor que pudo entre improvisadas trincheras; en los momentos más álgidos tuvo que aguantar el aliento para no ser atrapado. Después de angustiantes momentos de persecución, un error absurdo lo puso al descubierto y, al fin, cayó prisionero. Al escuchar sus gritos suplicando clemencia, los tambores detuvieron su frenético ritmo y guardaron precavido silencio, al igual que las cientos de aves que piaban ensordecedoras en la sala. ¿En la sala? Sí, en la sala de la casa. Recién salidos del huevo, llegados de las incubadoras y en una escala en su camino hacia la granja de mi padre, pollitos recién nacidos alojados en cajas de cartón con compartimentos y agujeros para respirar y picar los dedos de los curiosos. Atrás de esa pila de cajas, se escurría temerosa una traviesa banda de pequeños guerreros con tambores ahora silenciados que, al volver a su forma original, fueron devueltos al lavadero para ser de nuevo cubetas y el bote para la ropa sucia. La oreja del prisionero asida con fuerza fue conducida al baño: el caldero para su ejecución estaba listo. Dentro del calentador, ardían un par de combustibles en forma de tabique de papel estraza llenos de aserrín y bañados en petróleo. Sin temor alguno por parte de mi madre por faltar a las reglas del debido proceso, una vez calentada el agua y las pompas del fugitivo con efectivos cinturonazos, este era introducido sin piedad a la regadera. Al sentirse atrapados, el resto de la banda presentó su rendición incondicional. Éramos mis hermanos y yo, tres hombres y dos mujeres, advertidos de que el tiempo de juegos había terminado y de que un miembro de la banda quiso sin éxito y con consecuencias romper la disciplina dictatorial. “Ya verán cuando llegue su padre”, era la sentencia definitiva. Todos bañados y aromáticos a champú Vanart y el último tiritando de frío, procedíamos a ponernos la pijama, a acabar la tarea, y una vez supervisada, cenar. Si todo se ejecutaba como era debido, ver a Tom y Jerry en el único televisor de la casa, hacinados en la cama matrimonial de mis padres y por último, antes de que mi padre viera Combate, programa solo para adultos, disponernos a dormir.

Si el siguiente día era sábado o domingo no era relevante. Esos cientos de pollitos que decían pío, pío, cuando tenían hambre y cuando tenían frío, eran transportados a la granja. En otros negocios la cortina se baja en sábado; en el de nosotros no existían fines de semana, ni vacaciones, ni fiestas de guardar: el inventario siempre tenía hambre. 

Saliendo del colegio de las hermanas del Espíritu Santo, cuya pía labor era la de formar buenos ciudadanos católicos y de ser posible reclutas para el sacerdocio, no podíamos alegar ni pío, a comer y a trabajar a la granja. Sobre todo los mayores, que por ser los hombrecitos teníamos la peor parte: ayudábamos a los recios granjeros a encender las criadoras, a bajar las cortinas, a dar de comer tanto a pollos como a cerdos, limpiar, vacunar, y una vez engordados despacharlos al mercado. La camioneta que los transportaba era manejada por nosotros, así como el alimento e implementos necesarios para su engorda, El mayor, que era yo, no superaba los catorce años, nuestra adultez fue precoz por necesidad. Las constantes crisis económicas dieron al traste con la granja y con el ánimo de mi padre. Que a pesar de todo nunca falló a su deber, ni mi madre al de aprender todas las recetas a base de pollo y recetárnoslas con mucho amor. Todos los hermanos aprendimos el valor del trabajo rudo, de forma que, en nuestra edad adulta, otros trabajos de oficina nos representaron casi un paseo comparados con aquellos polvosos y felices días de nuestra infancia guerrera. 

rodolfolira@prodigy.net.mx

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