Entre 1926 y 1929 en México tuvo lugar la Guerra Cristera, lucha entre la Iglesia Católica y el Estado.
Fue un levantamiento popular en contra del gobierno de Plutarco Elías Calles. Este quitaba todos los privilegios y derechos a la religión católica y
exigía una educación laica. A sacerdotes y líderes religiosos se les restringió el uso de hábitos.
La prohibición al culto en público fuera de las iglesias, costó la vida a mi abuelo, quien sin importar los riesgos que corría y con precauciones extremas, llevaba la comunión a los presidiarios de la carcel de Cotija, Michoacán.
No muchos meses después de seguir esta práctica, un preso lo denunció.
Al día siguiente, elementos de las tropas federales lo detuvieron y amarrándolo a un caballo, lo arrastraron frente a su rancho y ante la mirada aterrada de mi madre que contaba con tan solo cinco añitos de edad, lo mataron.
Este suceso, cuarenta y siete años después, causó la muerte de mi madre de nombre Esperanza, la menor de seis hermanas, ya que cuando velaron, durante dos días a su padre, no logró mi abuela que ella saliera del ataud en el que permaneció abrazada a él. Debido al frío que imperaba en ese invierno, enfermó de neumonía. Ese sería el principio de su fin.
Al poco tiempo, los federales incendiaron el rancho en y del que vivían.
Esto obligó a mi abuela a dar en adopción a sus hijos. Las subió al ferrocarril y las envió a la Ciudad de México, no importando si cada una quedaba en casa y con familia diferente a la de las otras hermanas.
A mi madre la adoptaron Lolita y Lucesita, dos viejitas solteronas y católicas obsesivas, quienes años mas tarde, la casaron con Juan José, mi padre, a quien ella poco conocía, pero ellas, arbitrariamente tomaron esa decisión porque era hijo de sus vecinos y consideraban que era un buen muchacho.
Mis padres tuvieron cinco hijos. Dos murieron poco antes de nacer. Al día de hoy, vivimos dos hermanos y yo.
Mi padre que, con mi madre y con nosotros siempre fue frío, nada expresivo o cariñoso, con mis primos era juguetón, maldoso y vacilador, a tal grado que yo siempre quise ser su sobrina y no su hija.
Tampoco me permitía expresarle mi sentimiento o mi necesidad de darle un abrazo o un beso, ni de tomarlo de la mano al caminar.
Al yo cumplir catorce años, me propuse hacer el último intento de no ser rechazada por él. Siempre que llegaba de la escuela, mientras él estaba sentado esperando que se le sirviera su comida, lo saludaba con un beso y un abrazo, su respuesta … no te me acerques me vas a ensuciar la camisa blanca.
Por la ventana de la recámara que daba hacia la calle, todas las tardes observaba a mi vecino salir a pasear abrazando a sus dos hijas. Esta situación provocaba en mi más necesidad del cariño que no tenía.
Muchos años después, y pocos días antes de que mi padre muriera, estando ya inconsciente y yo a cargo de su cuidado, le di un beso en la frente como despedida momentanea, ya que llegó mi hermano a sustituirme por doce horas. Cuál sería mi sorpresa cuando al sentir mi beso, se le escurrieron varias lágrimas. Me sorprendió e impactó, ya que llevaba algunos días descerebrado y con pronostico de ausencia total de reacciones y sentimientos para el resto de su vida.
En la relación con mi padre y gracias a que vencí mi orgullo, no me quedé con la maldición del “Hubiera”.
Mi madre solamente recibía órdenes. Nunca él tomaba en cuenta su opinión. Jamás los vi abrazarse o darse un beso. Tampoco sonreían entre ellos.
Ella fue excelente cocinera y ama de casa. Tan buena madre como las circunstancias y mi padre se lo permitían. El daba las instrucciones de cómo asear la casa, con qué cantidad de jabón debía lavarse la ropa, la forma de guardarla una vez planchada, etc. Esta cantidad de obsesiones que había que obedecer, fueron convirtiendo a mi madre en un ser sin voluntad.
No le permitía interferir cuando él nos imponía fuertes castigos. De esta forma se fue quedando sin ilusiones y sin alegrías. Lentamente se convirtió en una mujer inexpresiva y poco cariñosa. La esencia de ese ser humano, día con día estaba en agonía.
Como niños, tanto mis hermanos como yo, le reclamábamos a mi madre la ausencia de muestras de cariño. Años más tarde este reclamo, en mi, se convirtió en el peor “Hubiera” que he tenido en mi vida.
La vida nunca fue justa con ella. La muerte tampoco.
En uno de los disgustos con mi padre, decidió no pedirle dinero para el chequeo médico que se hacía periódicamente. Acudió al IMSS y esto fue el principio del fin. ¡Comenzaron la serie de estudios y diagnósticos equivocados!
Un doctor le aseguró que padecía de cáncer de pulmón, por lo que erróneamente se sometió a una serie de tratamientos muy dolorosos que lejos de curarla, complicaron su vida. En uno de los tratamientos se le recetó un medicamento que a las pocas semanas le causó parálisis en ambas piernas, esto la obligó a usar silla de ruedas por el resto de sus días que, obviamente a sus cincuenta y dos años, la hacía sentir deprimida y humillada.
¡Su agonía avanzaba!
Otro inepto doctor pronosticó tuberculosis y por una tremenda carga de medicamentos, comenzó con fuertes dolores de estómago.
A los pocos meses de tratamientos equivocados, en junta de médicos, se decidió someterla a operación del pulmón izquierdo porque la mancha que reflejaban las radiografías, no disminuía.
Otro error durante la operación, que tuvieron que suspender y el exceso de anestesia, provocó en ella una edad mental de niña de tres años de edad, ademas del intestino necrosado. A partir de ese día, me convertí en su mamá ya que ella sentía ser mi hijita. Fue muy frustrante y triste lo que la familia tenia que vivir.
La agonía de su vida avanzaba. Después de un mes de tratamientos, los llamados doctores, decidieron someterla a la operación del pulmón en el que aparecía la famosa sombra o mancha. Después de la intervención en la que le quitaron casi todo el pulmón izquierdo, se dieron cuenta que nunca tuvo cancer y recordaron que en su historial se mencionaba la neumonía que tuvo a los cinco años de edad.
Cuando en alguna época de la vida se padeció de neumonía o pulmonía, queda una mancha en el pulmón. Esta es como un lunar y no causa ningún daño.
Su larga y triste vida de días de agonía, se unió a la muerte física.
Cuando murió y mientras se realizaban los trámites para trasladarla al velatorio, en el hospital dejaron su cuerpo sobre la cama, solo cubierto con una sábana blanca.
Tuve la necesidad de levantar un poco la sábana ala altura de sus pies y acariciarlos. Ese frío indescriptible que percibí, fue como un rayo que me cimbró alma y pensamiento. En ese instante comprendí que mi madre siempre había necesitado más cariño que el que mis hermanos y yo le reclamábamos.
Yo le “hubiera” brindado ese amor que no tuvo con sus padres o familiares y mucho menos con su esposo; mi padre.
Ese “hubiera” es una maldición que se convierte en remordimiento. Este surge cuando ya no hay nada que hacer.
A un alto precio aprendí a nunca esperar para ofrecer una disculpa, decir un té quiero, dar un abrazo o vencer mi orgullo. El mañana puede convertirse en “Jamás ”.
g.virginia SANCHEZ MORFIN