jueves, marzo 28, 2024

Mis casas, mis anécdotas – Teresita Balderas y Rico

Algunas familias, por cuestiones de trabajo, buscando una mejor situación financiera o por razones de estudios, cambian de residencia con cierta frecuencia.

Por inercia, en la vida cotidiana, algunas personas ven sus casas como una serie de muros que sirven de resguardo. No como el espacio que nos acompaña en la transición del desarrollo de nuestra vida. 

Las experiencias vividas en mis casas han dejado huellas imborrables, me enseñaron a valorar y amar la vida. 

En mis años infantiles, pensaba que siempre viviría en la casa de mis padres, pronto me enteraría de que no sería así. Mi hermana mayor se casó. Cuando nació su primer bebé, mi mamá me dijo que iría a vivir con ella, para ayudarla a cuidar a mi sobrinito.

Como la mayoría de matrimonios jóvenes en la segunda mitad del siglo XX, ellos buscaban una casa en renta. Encontraron la adecuada a su presupuesto y necesidades en la calle de Nicolás Campa 38 sur. A ese domicilio llegué como flamante niñera de seis años. En los primeros días, extrañaba a mis padres y los guisos de mi mamá. 

Aunado al cuidado del bebé, acudía a la tienda a comprar lo que necesitaba mi hermana. Pronto me gustó vivir en esa parte de la ciudad, me encantaba caminar por las calles del centro de Querétaro.

La vida transcurría tranquila, hasta la fatídica tarde en que una tormenta inundó la ciudad. 

Al entrar a esa casa bajábamos tres escalones, para acceder a un enorme cuarto donde cabían la recámara, la cuna del bebé y los muebles de sala. Después había un cuarto más pequeño, a continuación el baño, y al final la cocina. Un largo pasillo era el eje distribuidor.

Recién había recogido los pañales del tendedero, cuando empezó a llover. La tormenta se presentó con ráfagas de viento, truenos y relámpagos. Llovía a cántaros. El pasillo tenía una pequeña pendiente, pronto el agua se metió a la recámara principal. En ese momento empecé a sentir miedo.

El terror llegó cuando el agua de la calle se metió por las pequeñas fisuras de la puerta; segundos después, se convirtieron en agujeros. Con tal fuerza se introducía el agua, que parecía que en cualquier momento tiraría la puerta. Nuestro pánico aumentaba: aquel cuarto era una alberca, el agua entraba con la fuerza suficiente para mover los pesados muebles.

El bebé lloraba, porque tenía hambre. Yo, porque tenía miedo.

Solo estábamos una joven madre con su bebé y una chiquilla de seis años rezando para no morir ahogada.

En los años cincuenta del siglo XX, se usaban por la noche las bacinicas, para no salir a los sanitarios, que estaban retirados de las recámaras. En esa tormenta, dos bacinicas salieron debajo de la cama, navegaban como pequeñas embarcaciones en alta mar. Esa imagen quedó para siembre grabada en mi memoria.

Después del desastre, la joven familia cambió de vivienda. Yo regresé con mis padres para que me “curaran del susto”.

Cuando paso por Nicolás Campa, volteo a ver el número 38. Trato de imaginar los cambios que han hecho al interior de la vivienda. Por fuera, se ve estética y moderna. Siento curiosidad al recordar la anécdota vivida en ese lugar, en mis años infantiles.    

Meses después de aquella inundación, regresé al nuevo domicilio de mi hermana, ubicado en Nicolás Campa norte entre Madero y Avenida del 57. Un condominio horizontal, que se anunciaba como “departamentos”, dividido en tres modelos. Acorde a la estructura, era el costo de la renta. Entre los vecinos había una familia cuyos hijos eran educados y hermosos, parecían príncipes de un cuento de hadas. El padre sólo estaba con ellos los fines de semana. La disciplina era muy estricta, sobre todo a la hora de la comida.

Sólo debían hablar cuando el padre lo indicara, debían usar los cubiertos de forma correcta. Pobres niños, qué bien que solo los fines de semana tenían en casa al papá.      

Cierto día me encontraba lavando unas calcetas en el área de lavaderos, cuando llegó la hermosa niña Chayito con una pequeña cubeta. Era un lugar agradable, amplio, con macetas. Tenía seis lavaderos y tres enormes piletas que, en su mayoría, estaban hasta el borde de agua.

Platiqué unos minutos con la niña, luego ella se atravesó sobre la pileta para llenar su cubeta con agua de la llave. Al retirarse, le ganó el peso del cubo y cayó de cabeza en la enorme pila. Solo sus pies se veían. Grité, pero nadie escuchó. La jalé de las piernas, pero ella en su desesperación me jalaba también, hubo un momento en que también yo tenía la cabeza dentro de la pileta. De milagro pude sacarla.

Cuando se reguló su respiración y pudo hablar, dijo gracias y empezó a llorar, no por el susto, sino porque su mamá la regañaría por haberse mojado el vestido. Tal vez no se enteró que pudo morir, de no haber estado alguien en ese lugar.

Asustada y llorando, comenté a mi hermana lo que había sucedido. Su respuesta fue: “Eso pasa a los niños por no fijarse en lo que hacen”. 

A partir de esa noche tuve pesadillas: en unas soñaba que no la había podido salvar, en otras que las dos nos hundíamos y nos ahogábamos. Entonces despertaba, incorporándome violentamente de la cama y gritando.

A mis siete años, había salvado a una niña de seis.

Dos meses después, regresé a la casa paterna. No volví a ver aquella hermosa chiquilla. Espero que esté bien, gozando de sus nietos. 

La vida es una aventura, todos tenemos una misión en el lapso de nuestra existencia, a veces tardamos en descubrirla.    

Cuidemos nuestra casa para que sea nuestro puerto seguro, después de navegar el día. Hagamos lo posible para vivir en paz y armonía, será un faro cuya luz iluminará los senderos que la familia deba recorrer.

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