Hace muchos, pero muchos años, no por gusto, tuve que vivir en Anaheim, California. Solamente tenía un amigo elegido por mí. Su nombre: Peter. Otro era John … impuesto por la familia Dangleis, en cuya casa yo vivía.
Tenía permitido salir con Peter sólo dos veces por semana, con un horario de las dos de la tarde a las cinco pm. Él, por ser hijo de mexicanos, no era del agrado de Ruth y Charlie Dangleis.
Cuando yo escuchaba el potente claxon de su BMW gris, antes de un minuto, ya estaba parada en la puerta de la casa, lista para subir a su carro. Regularmente íbamos a comer a lugares de comida mexicana. Después de gozar esas delicias, salía con más deseo de volver a mi México adorado.
Cuando aún nos quedaba tiempo, íbamos a recorrer algún tramo de los sesenta kilómetros de playa que tiene Anaheim.
¡Pero no se tratara de John!, un guapo norteamericano de 25 años, al cual ellos me habían presentado, porque para salir con él no había restricciones de horarios o lugares.
Las costumbres de John eran totalmente diferentes a las muy conservadoras con las que yo había sido educada. Me enseñó mucho de una vida que yo no conocía, pero yo disfrutaba más de la compañía de Peter y su carro BMW descapotable.
En ese tiempo, me propuse que yo, tardara lo que me tardara, iba a tener un BMW.
De regreso en México, empecé a trabajar y ahorrar para poder cumplir mi sueño.
Estuve casada con un hombre que a mis hijos y a mí nos cambiaba de carro hasta dos veces por año, pero tenían que ser de la marca y modelo que a él le gustaba: Ford.
¡La realización de mi sueño o capricho tardaba en cumplirse!
Pasados más años de los que pensé, adquirí el carro soñado. Al ir saliendo de la agencia junto con mis hijos y aspirar ese delicioso aroma característico de los carros nuevos, le llamé a Peter para compartir la noticia de mi logro.
Después de varias semanas, por cuestiones de trabajo, un día lluvioso y con mucha neblina, tuve que ir a la planta y oficinas de Kellogg’s en Querétaro, ya que mi empresa estaba a cargo de sus eventos y también de las demostradoras que promovían sus productos.
Al cruzar la caseta de Tepotzotlán, se me emparejó otro carro igual al mío y a partir de entonces, sin yo entender la razón, siempre trataba de ir en el carril de junto y a muy poca distancia. Si yo aumentaba la velocidad hasta 160, el conductor del otro auto también lo hacía o se colocaba delante del mío. ¡No entendía el juego del guapo conductor incómodo!
Transcurrida una hora, la neblina se hizo intensa. La mayoría de los conductores, al igual que yo, prendieron las luces altas y las intermitentes de sus vehículos al tiempo que bajaron un poco la velocidad. El conductor incómodo continuaba con su juego o reto.
Llegó el momento en que, por causa de la neblina, no se podía ver ni el cofre del propio auto. La mayoría decidió orillarse y estacionarse en el acotamiento. Cuando yo me disponía a hacer lo mismo, el conductor incómodo tocó el claxon y continuó a gran velocidad.
Cuando las condiciones para manejar con seguridad lo permitieron, continué mi camino. Pasada una media hora, comenzaron a detenerse los vehículos que circulaban, al igual que yo, por el carril de alta velocidad. Más adelante observé que la pequeña barda de contención del lado izquierdo había sido derribada por un impacto. Mi sorpresa fue inmensa cuando distinguí que el carro que se había accidentado, era del conductor incómodo y él yacía muerto, con la mitad del cuerpo fuera del parabrisas de su BMW.
En cuanto me fue posible, estacioné mi carro y sin poder contener el ataque de llanto provocado por la impresión e incredulidad, di gracias a Dios de no haber seguido ese tonto y peligroso juego con el conductor desconocido, ahora ya muerto, al que seguramente su familia o compañeros de trabajo, sin enterarse de lo ocurrido, estarían esperando.
Meses después, a las ocho de la noche, circulaba a setenta kilómetros por hora rumbo al aeropuerto de la Ciudad de México en mi adorado auto, cuando, sin haber caído en algún bache o pasado un tope, de pronto hubo una tremenda explosión dentro del carro. Al tiempo que el interior se llenaba de un denso polvo blanco, el coche se frenó bruscamente y apagó el motor. Esto causó que el vehículo de atrás casi se incrustara en el mío.
¡En ese momento pensé que un asaltante me había disparado!
Pasado un rato, comenzaron a llegar patrullas y una ambulancia de la Cruz Roja.
Esta es otra de las vivencias con mi famoso y soñado BMW.
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