jueves, abril 18, 2024

Me hacía el amor – Rodolfo Lira Montalbán

Aglomeradas aquel domingo familiar, tías, sobrinas y abuela, se encontraron en el tránsito entre la cocina y el comedor y en torno a la mesa. Agradecidas con el televisor instalado en la habitación contigua o family room, que mantenía entretenidos a los hombres de la familia con el partido de la final, final, del torneo más importante de los más importantes, que sólo a ellos importaba.

Muy libres de opinar sin hombres estorbosos, tres o más comentarios se expresaban al mismo tiempo y todos merecían la atención y la respuesta del grupo. Tal era su capacidad, como la de muchos otros grupos femeninos. En la habitación contigua, la situación era muy diferente. Se permitía el turno de la voz a sólo uno a la vez, siempre que ese uno, tuviera algún comentario trascendente que agregar al partido en su calidad de entrenador, o de árbitro experto. 

En la mesa femenina, era muy extraño un segundo de silencio, a menos que una pregunta o comentario picante distrajeran la atención.   

—Abue: ¿Es cierto que el papá del señor de la panadería era tu novio?

—Ese caballero me hacía el amor.

—¡Abuelita!

—Es cierto. Me traía flores, me esperaba a la salida de la misa, hasta serenata me traía.

—¿Y en dónde se acostaban? ¿Nunca los cacharon tus papás?

—¿¡De qué me hablas, chamaca grosera!?

—¡Abue! Tú dijiste que el caballero te hacía el amor.

—¡Claro que lo dije!, pero nunca nos acostamos. ¡Nomás eso me faltaba! ¡Yo era una señorita decente!

La molestia de la abuela fue calmada gracias a la oportuna intervención de la mayor de las tías, quien explicó divertida a las boquiabiertas jóvenes, que hacer el amor, en los tiempos de la abuela, era hacer la ronda.

—¿¡Hacer qué!?

—La ronda.

Otra explicación se hizo necesaria para aclarar lo que las jóvenes confundieron con una posición sexual desconocida. El tema quedó meridianamente claro cuando se enteraron de que lo único que pretendía aquel panadero era: “echarle los perros” a la abuela.

Las miradas se cruzaron y los comentarios pasaron de lo picaresco a lo reflexivo. Era difícil imaginar a la abuela envuelta en trances amorosos y, sobre todo, desenvuelta de ropa. Entre bromas y comentarios subidos de tono, la vida sexual de los abuelos se convirtió en un tema perturbador para las niñas, bochornoso para las tías y molesto para la abuela. Todas coincidieron en que, por salud mental, más valía no imaginarlos en el proceso reproductivo, y concluyeron que su familia, como todas, procedía de generaciones y generaciones de gente entusiasta y apasionada que, lejos de ser seres asexuados, le daban “vuelo a la hilacha”.

 Según el relato de las tías, las citas amorosas y los escondites eran de lo más imaginativo y muchas parejas, cosa increíble de creer para las niñas: tenían que casarse para poder concretar el acto físico del amor. Se habló del pecado, mas no del pecador, de encuentros previos, a veces en el campo a la luz de las estrellas, a veces en el Ford modelo “T” estacionado con discreción a media milpa. Los cristales empañados no eran problema en aquellos remotos días. Esos icónicos autos, carecían de ellos.

La abuela consideró suficientes los argumentos y declaró agotado el tema con la frase inapelable con la que terminaba siempre este y otro tipo de discusiones:

A escombrar su tiradero y poner la mesa”.

Ya más repuestita y para consumo interno, recordó con tristeza que no todos los encuentros amorosos fueron así. Y que lo que a muchas les tocó en suerte no fue lo que se pudiera llamar pasión. Recordó lo que en su niñez contó la amiga de la vecina de una señora, quien dijo que el día de su boda, las mujeres de su casa le obsequiaron una sábana finamente bordada que tenía un agujero al centro de lo más extraño. En donde ella, entre risitas burlonas, entendió que retumbaría en sus centros la tierra. Y que otra señora, vecina de otra amiga de una familia de otro pueblo, tuvo que soportar que su suegra, y otros miembros de la familia del novio, esperasen tras la puerta del tálamo nupcial a que se concretara el acto, para que, a una señal del novio, entraran a comprobar que las manchas de sangre en la sábana, fungieran como prueba de la virginidad de la doncella o, en caso contrario, regresaría a la casa paterna con todo y su deshonra y la de sus padres, para ser señalada y despreciada de por vida. 

El pudor de la abuela, la disuadió de contar a las niñas estos recuerdos enojosos. Aunque para ella representaban muestras de ignorancia o de terrible injusticia, no se atrevió a romper el silencio al que siempre fue obligada. Atada a tantos convencionalismos que también a sus novios les impidió: “hacerle el amor”. 

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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