Sucede con frecuencia que, al buscar algo que necesitamos, en ese momento no está a la vista; abrimos cajas, cajones, hacemos tiradero, y lo que urge, no está.
Algo similar me sucedió la semana anterior. Buscaba el libro “Las mujeres de Adriano” de Aguilar Camín. No lo encontré, pero sí otro, que había comprado antes de la pandemia, y no había leído. Se titula “Los viejos barrios de la ciudad de Querétaro”, de Baltazar Gómez Pérez. Aquella noche, empecé a leerlo.
Al avanzar en la lectura, los recuerdos de mi niñez emergían de la memoria como pompas de jabón.
Cuando se fundó la ciudad de Querétaro por los españoles, allá por 1537, se designó el formato que tendría. La gente pobre quedó fuera de esa demarcación. A los lugares designados para ellos se les llamó barrios de indios.
En la parte norte de la ciudad, el hermoso río de aquellos años se llamaba Blanco, nombre debido a sus aguas cristalinas. Pasando el río Blanco, era vivir en La Otra Banda. De ese lado, se ubican los antiguos barrios: San Sebastián, El Cerrito, La Trinidad, El Tepetate, Santa Catarina y San Gregorio.
Al barrio de San Sebastián se le conocía también como el barrio de “los encuerados”. Pasaron muchas décadas para comprender el porqué. Mi madre decía: “Los encuerados de San Sebastián ya están ensayando las danzas”. En mi inocencia infantil, me condolía de ellos.
Resulta que el patrono de la parroquia de San Sebastián, está casi desnudo; solo un pedazo de manta le cubre parte de la cadera. De ahí, el mote de los encuerados. Alrededor de este templo, se fueron estableciendo casitas muy humildes, construidas con adobes, y el techo con enramadas y algunos pedazos de madera. Pasaron algunos años para que los citadinos construyeran hermosas casas en ese barrio. Las utilizaban como casas de campo para algunos fines de semana. Hacían fiestas familiares y de amigos, disfrutando el aire fresco, los frutos de los árboles y sus aromas.
La vida de un barrio tiene sus peculiaridades. Por ahora abriré el baúl de los recuerdos de uno de los viejos barrios de La Otra Banda: Santa Catarina, donde nací; aún permanecen nítidos en la memoria muchos recuerdos. Las casas tenían en su mayoría nopaleras y árboles. Las familias eran numerosas en la década de 1950. Impensable el control natal. La Iglesia Católica predicaba que un matrimonio “debía tener los hijos que Dios les diera”.
Los niños de los barrios nacían en casa, era la costumbre. Rarísimo que una madre pobre diera a luz en un hospital. En un barrio, las abuelas enseñaban a las hijas cómo atender un parto. Cuando el alumbramiento era complicado, varias parteras ayudaban.
Otra particularidad de un barrio en aquella época, consistía en que la mayoría de sus habitantes se conocían, sus moradores eran como una familia. Se apoyaban entre ellos. Compartían su sabiduría ancestral en herbolaria para curar a sus enfermos. Era gente muy humilde, no había recursos para consultar a un médico.
En casa, había macetas con plantas medicinales. Mi madre nos preparaba diferentes tipos de té, acorde a la enfermedad que padecíamos.
Teníamos un agave con una franja amarilla. La gente lo llamaba maguey amarillo, o maguey pinto. Las mamás lo usaban para bajar la fiebre. Cortaban un rectángulo del agave, quitaban la corteza, y asaban la pulpa en el comal. Después se colocaba en la frente del enfermo. En una hora empezaba a bajar la temperatura, al día siguiente, la fiebre había desaparecido. Mejor que cualquier antibiótico.
Los humanos, como seres gregarios que somos, buscamos y encontramos la forma de comunicarnos. Los lugares ideales para ponerse al corriente de los sucesos del barrio eran: el molino, la tiendita y el lugar donde vendían leña y petróleo.
Segura estoy de ello, porque a mis ocho años, yo iba al molino, permanecía formada buen rato, situación ideal para escuchar los chismitos del barrio.
En la capilla de Santa Catarina se venera a la Virgen de la Candelaria. La fiesta patronal es el 2 de febrero. Ese día, el barrio se vestía de gala, las familias hacían grandes esfuerzos para estrenar ropa, la ocasión lo ameritaba. Los niños y adultos disfrutaban de su fiesta. La capilla y las calles cercanas a ella eran arregladas con papel picado.
El sábado por la tarde noche había verbena, donde participaban niños y adultos. Desde una semana anterior al festejo, llegaban juegos mecánicos, deleite de los niños.
Otra característica de un barrio, era el celo que los jóvenes tenían por las muchachas que vivían en él. No dejaban entrar a alguien desconocido, preguntaban cuál era el motivo de la visita. Si la intención era visitar algún familiar, amablemente le informaban en dónde vivía. De no ser así, lo invitaban a regresar por donde había venido y no volver. Estos usos y costumbres se daban todavía en la década de 1950.
Los niños de aquella época disfrutamos la fisonomía del barrio de Santa Catarina. Había sembradíos a la vera de la calle de San Roque, regados con agua limpia, de pozo. Como muros de contención, había árboles frutales: chirimoyos, zapote blanco, granados, y algún durazno. La producción era tan generosa que mucha fruta caía cerca de la acequia de agua cristalina.
Los juegos infantiles eran muy creativos: niñas y niños elaboraban sus juguetes con los insumos que tenían a su alcance. La escasez de recursos económicos de los padres, no les permitía comprar juguetes para sus hijos.