“No te preocupes, prima, si tu auto tiene que estar varios días en servicio; desde mañana pongo a tu disposición uno de mis carros y a mi nuevo chofer, que se llama Enrique”, respondió mi pariente, ante el aviso que le envié solicitándole la cancelación de nuestra cita del siguiente día con un alto funcionario del gobierno.
Así de sencillo fue el inicio del gran cambio que se gestaba en la vida de Enrique.
Cinco meses atrás, acababa yo de romper la sociedad que tuve durante 8 exitosos años con Jaime, un alto funcionario de empresa transnacional, ya que, sin yo darme cuenta, él había abierto otra compañía que competía con la mía.
En el momento que conocí a Enrique, sólo habían transcurrido dos escasos meses de que había aceptado a Aristeo como nuevo socio en mi empresa. Era un buen amigo de toda la vida. Desde hacía dos años, era el socio principal de un despacho de abogados.
A través del trato cotidiano con Enrique y de las largas pláticas que sosteníamos en los trayectos, supe que estaba estudiando la carrera de leyes, la cual, por falta de recursos, había dejado de cursar a tan solo dos semestres de terminarla. También pude constatar que era un muchacho educado, con aspiraciones; su máxima ilusión era la de pronto terminar de estudiar y presentar su tesis.
Uno de esos días, me surgió la idea de ayudarlo.
De inmediato, hablé con Aristeo para pedirle que aceptara a Enrique en su despacho, pero no como chofer, sino como pasante. Otra petición fue que el horario de trabajo se adaptara al de la universidad, a la cual él volvería a asistir hasta terminar su carrera.
Una vez dado el primer paso, solicité a mi primo 15 minutos de su tiempo para tratar un asunto concerniente a su chofer.
Conociendo el buen corazón de mi primo, estaba segura de que iba a acceder a mi petición y… así fue. Le expuse mi idea de que Enrique dejara de ser su chofer, ya que esto le permitiría seguir trabajando, terminar su carrera y dedicarse al área de la abogacía que tanto le gustaba. Cerré mi plática informándole que ya su exchofer tenía empleo seguro en un despacho de abogados. Mi primo Raúl se alegró tanto como yo.
Cuando Enrique comenzó a trabajar en el despacho de Aristeo, no pensé qué tanto bien o mal le estaba yo haciendo. Sólo el tiempo y sus sorpresas nos lo demostrarían.
Poco a poco, Aristeo, que tenía la bien ganada fama de desconfiado, comprobó que Enrique era buen elemento, por lo que le fue delegando algunos casos de sus principales clientes.
Aristeo siempre tuvo, como uno de sus objetivos, abrir un despacho de abogados en Cancún, lugar en que poseía una hermosa casa, dos yates y otras tres casitas en diferentes lugares.
Pasados unos años, mi socio decidió vivir en Quintana Roo y cerrar su despacho en la capital.
Aristeo me pidió que continuara siendo su socia. Yo estaría a cargo de brindar el buen servicio acostumbrado a los excelentes clientes que nos confiaban sus eventos corporativos y él sería el socio financiero.
A Enrique le ofreció, con un magnífico sueldo, irse a trabajar a Cancún, donde además le permitiría vivir en una de sus casas de la playa. Iba a estar a cargo del principal caso que llevaba su despacho contra uno de los más importantes bancos de México. Si Enrique lo ganara, tendría el 45 % de la cantidad recuperada.
Enrique, que para entonces ya estaba casado y tenía una nenita de dos años, aceptó de inmediato.
¡La inimaginable sorpresa que el destino le tenía preparada, estaba cerca!
Transcurridos cuatro años de arduo y agotador trabajo, Enrique ganó el caso. De inmediato, cerró el trato para la compra de una preciosa casa, programó, junto con su familia, un largo viaje y dio el enganche para la compra de un carro.
Aristeo, al ganar el caso al banco, de inmediato cobró los 20 millones de pesos ofrecidos por su cliente, pero pasaron varios días y no le entregaba a Enrique su 45% prometido.
Al mes siguiente, fui a Cancún para ver alternativas de hoteles, comidas, paseos, diversiones, ponentes y otros factores, que yo estaría a cargo de la convención anual de una empresas transnacionales que era mi cliente.
Al siguiente día de mi arribo, llamé a Enrique para invitarlo a comer. La persona que respondió a mi llamada, no se parecía en nada a los buenos modales y la amabilidad que lo caracterizaba, pero… ¡sí era él! Cuando lo reconocí y le pedí que se calmara, sólo repetía una y otra vez: “Yo lo mato, seguro yo lo mato”.
Suspendí mis actividades y me dirigí al restaurante en el que había convencido a Enrique que nos viéramos. Era un ser muy diferente al que yo conocía. Cuando logré calmarlo un poco, me relató lo que había hecho Aristeo, a quien no le importó su palabra o el contrato en el que constaba el porcentaje que entregaría a Enrique al ganar el caso. Ahora solamente le pagaría el 10%.
Además del coraje, frustración, incredulidad y deseo de venganza que embargaban a Enrique, lo invadía el miedo, ya que no tendría forma de cumplir con el pago de los compromisos recién adquiridos al saber que había ganado el caso por el que Aristeo le pagaría 9 millones.
Después de varias horas de dialogar con Enrique, lo convencí de que desistiera de su propósito de matar a Aristeo. Cada vez que me exponía sus muy justas razones, yo le preguntaba: “¿No es suficiente el daño que ya te hizo, como para que ahora tú te provoques y le provoques a tu familia otro peor, que es pasar el resto de tu vida en la cárcel?”
Ya casi al anochecer y después de una agotadora plática, Enrique, aunque hecho pedazos, ya tenía un plan para continuar su vida. Usaría su inteligencia, conocimientos y contactos.
Este plan fue llevado a cabo en Playa del Carmen, lugar en el que 6 años después, abrió el despacho de abogados que ahora es más prestigiado de la zona. Algo inaudito… su principal cliente es el banco al que, años atrás, en Cancún, le ganó el caso que a él le haría obtener 9 millones.
@gvirginiaSM