Dos niños y su madre desempacaban maletas en su nueva casa, acomodaban enseres y muebles que los encargados de la mudanza dejaron esparcidos como se les dio la gana. A pesar de que esa caja decía con claridad y letras muy grandes: Cocina, apareció en la recámara, y la que decía: Recámara, estaba apilada en el cuarto de servicio. Ni la semántica ni el orden eran virtudes de esos jóvenes integrantes de la Sonora Mudancera.
¿Y el marido? Cuando su deber era el de ayudar al acomodo, desapareció de la escena con un pretexto de peso: era impostergable entregar el puesto de gerente al nuevo encargado de la tienda a la que él renunciaba. Labor delicada que exigía concentración y presencia en la sucursal. De modo que los calificativos y la acusación de estar “haciéndose pato”, aparecieron amenazantes. Por fortuna, el asunto quedó ahí y se evitaron discusiones de mayor calibre donde un insultante: “haciéndose buey”, fue innecesario.
Distante mil kilómetros de ahí y hospedado en el funcional hotel de las gemelas Torres, dio aviso a la familia de que el viaje transcurrió sin novedad y de que, ya en pijama, se disponía a dormir. Por no ser personaje político, pernoctar no estaba aún en su vocabulario. También dio aviso telefónico a su compadre anunciando su arribo y con este, su disposición de dar cuenta de cualquier cerveza. El compadre local, a esas horas, ya estaba “echado”, según su dicho. Tampoco era político ni la elegancia era su divisa.
—A ver: ¿cómo que te quedaste en el hotel? Te dije clarito que te vinieras a la casa.
—¿Cómo se te ocurre? Te vas de viaje en dos días, cómo voy a estar yo ahí solito con la comadre.
—¡Pues por eso! Me voy de viaje tranquilo, sabiendo que tú la cuidas.
Media hora de explicaciones y de estirar y aflojar argumentos en pro y en contra terminaron por agotarlos. Acordaron seguir con la discusión al otro día.
Y el otro día llegó y también la otra tarde y cuando estaba por llegar la otra noche, el exgerente se encontró con la sorpresa de que su maleta había sido sustraída de la habitación. Las gemelas Torres, un poco distraídas y un mucho brutas, entregaron las llaves al compadre local, cobraron la cuenta y lo vieron alejarse llevando en mano una maleta y en su cara, una sonrisa pícara.
En medio de una feroz tormenta, un personaje sin maleta tocó el timbre. Empapado y enojado, fue objeto de burlas y quedó sujeto a la ley de esa casa que le impidió marcharse. La cena se sirvió y el buen humor regresó como correspondía a esa amistad que presumía hermandad.
La lluvia no amainó en toda la noche. El ruido del agua corriendo por la calle empinada arrastrando piedras y todo lo que a su paso encontrara, no dejó dormir a nadie. Ni un político con rara conciencia tranquila habría podido pernoctar.
Muy temprano por la mañana, el visitante con equipaje recuperado, escuchó ruidos extraños. Bajó descalzo, lo que permitió a sus calcetines permanecer secos y guardados en la maleta fugitiva. No así a sus pies, que en el primer paso después de salvar la escalera, pisaron la alberca en la que se había convertido la sala.
La cantidad extraordinaria de agua que en toda la noche anegó la calle decidió pasar a saludar. Alojada en alfombras y tras su intención de hacerlo también en sillas y sofás, se hizo necesario hacerle saber que su presencia era non grata con el apoyo de escobas, jaladores y trapeadores.
Esa pesada labor en la que participaron familia y compadre visitante, se hizo acompañar por el televisor. A las 7.45 de ese 11 de septiembre del año 2001, las imágenes daban cuenta de un suceso ocurrido en las Torres Gemelas de Nueva York. Al parecer, un avión había chocado contra una de ellas. Las especulaciones quedaron en un segundo plano, cuando el choque de un segundo avión confirmó que se trataba de un atentado terrorista.
Con los pies mojados, las manos encallecidas y el pánico exaltado, los inundados televidentes sujetaron con fuerza sus instrumentos de limpieza. Boquiabiertos, fueron testigos de la caída de las torres y de la caída de lo que hasta ese día significó viajar en paz.
El señor de la casa no modificó su itinerario. Dos días después, según lo planeado, se presentó en el aeropuerto. Pero las autoridades, que aún no habían salido del pasmo, sí que modificaron sus sistemas de seguridad. En ese momento, fue motivo de indignación para él y para todos los pasajeros, que les pidieran descalzarse, despojarse de algunas prendas y consentir revisiones exhaustivas a sus pertenencias. Más de veinte años después, estas prácticas siguen y las desconfianzas también. A estas alturas ya no son motivo de indignación, tal vez de fastidio.
El compadre visitante, que creyó haberse librado de ayudar a su esposa en las labores de la mudanza, terminó barriendo y limpiando estropicios acuáticos. El trastorno causado por la tormenta, por las gemelas Torres y en las Torres Gemelas, viene a su mente cada 11 de septiembre. Contrario a lo que las personas mal pensadas apostarían, no se quedó a vivir en esa casa con la comadre, pero el miedo sí se quedó a vivir con todos desde ese amargo día.
www.paranohacerteeltextolargo.com
Twitter: @LiraMontalban