El aire remueve mis cabellos, casi me ahoga al entrar a mis pulmones, pero resisto. Está empezando a oscurecer. A lo lejos se distinguen unas luces diminutas que parpadean en medio del valle. Parece que una gran celebración se lleva a cabo. Desciendo un poco más. Es una feria. Distingo algunas carpas de circo y mucha gente a su alrededor. Vuelo por encima de ellas. Algunas carpas son pequeñas, sin brillo. Otras son grandes, luminosas.
Me decido a bajar, desciendo hasta que mis pies tocan el pasto húmedo, pliego mis alas y me encaminó hacia la feria. Al pasar cerca de las personas, me percato de que no me ven, les sonrío, pero es inútil, soy invisible. Observó sus rostros, ansiosos, pareciera que van en búsqueda de algo.
Hay una larga fila enfrente de mí, están formados enfrente de la carpa más grande e iluminada. Las personas sostienen su boleto, sin siquiera dirigirse la palabra. Una música estridente llega a mis oídos, el aire es cálido y un aroma dulzón y, agradable inunda el ambiente. El tiempo transcurre lento, la espera es larga. Me llena de curiosidad saber qué es lo que hay adentro de esa carpa y porque hay tanta gente esperando entrar. Por fin, llega el momento, se abren las puertas. Al cruzar el umbral, me llevo una gran sorpresa. El escenario está solo, la música se ha apagado y el dulce aroma se ha esfumado. Siento frío y me embarga una sensación de soledad. Algunas personas se sientan en las gradas, sonríen un poco turbadas, pero permanecen ahí, no obstante que sus rostros se van descomponiendo: No se quieren ir a pesar de su malestar.
No resisto más y salgo decepcionado.
Veo una carpa muy pequeña con una luz tenue en su interior, me acerco a ella. No hay grandes filas, nadie espera su turno, ni se forma para entrar. Las personas pasan indiferentes, sin apenas reparar en ella. No obstante, me decido a entrar. Apenas al cruzar la puerta, una luz brillante me ciega, una música suave llena mis sentidos. Hay una voz que entona una canción, sutil, pura, fresca. Me reconforta. La quietud que experimentó me infunde una profunda paz. Me siento en una de las sillas, disfrutó esa sensación, me embelesó.
No me quiero ir, pero ya casi amanece, intuyó que debo partir. Entonces retomo el vuelo, de pronto, escuchó un crujido y veo como mis alas se desprenden de mi cuerpo y me quedo suspendido por unos instantes, después comienzo a descender a una velocidad vertiginosa, el abismo se abre ante mí. Pum. El impacto es inevitable.
Abro los ojos, despierto. Me tocó la cabeza. Estoy vivo, fue un sueño, pero fue tan vívido que casi pensé que tendría los huesos rotos.
Que extraño, no logro desprenderme de esa sensación. Reflexionó que la vida es como esa gran feria que presencié, en donde hay personas, objetivos, destinos que en su apariencia se muestran irresistibles, encantadores y lo suficientemente atrayentes para hacernos perder la cabeza, entonces invertimos todo nuestro esfuerzo y tiempo en aras de alcanzarlos, de conocerlos mejor. Pero una vez que lo hemos logrado nos damos cuenta de que estamos más solos que al principio y que nuestros esfuerzos han sido en vano.
Por el contrario, hay algunas personas, objetivos, destinos cuyas apariencias son discretas, asequibles, sin tanto alboroto que incluso pueden llegar a pasar inadvertidas, pero cuando logramos alcanzarlos o conocerlos mejor, nos inspiran paz y nos reconfortan. Es como si brillaran por dentro.
Me preguntó, cuantas veces hemos evitado a ciertas personas por un juicio preestablecido, por su apariencia, o simplemente por seguir a la mayoría. Cuantos objetivos frívolos o superficiales nos hemos trazado, que nos han dejado solos y desgastados. Quizá en la sencillez es en donde radica la sabiduría.
Por fin me levanto, tomándome mi tiempo. Me miró al espejo, me doy cuenta de hoy puedo elegir ser esa carpa luminosa por fuera y oscura por dentro o ser aquella que su luz interior no deje de brillar.
Sonrió
Ya he tomado una decisión.
Por: Sandra Fernández.