domingo, diciembre 22, 2024

La Gran Fonda – Rodolfo Lira Montalbán

Puntual como todas las tardes, recorría las irregulares banquetas de mi pueblo y llegaba al lugar que ocupé en los primeros años de la década de los ochenta: una mesa del exterior con vista a la floresta. 

La cafetería lucía siempre llena, su aspecto y mobiliario más bien sencillos, no concordaban con el pretencioso letrero con el que Wenceslao, su dueño, la anunciaba como: “La Gran Fonda”.  

Presumir de ser amigo del Wences, para muchos, era un pasaporte a la aceptación social. El escaso consumo de algunas mesas, tal vez no era negocio para él, pero la categoría de los grupos que ahí se congregaban le daba notoriedad al modesto, pero orgulloso negocio.

En ese espacio cotidiano se aquilataban los afectos y se enlodaban las antipatías. Las reglas no escritas de la socialización en mi pequeño pueblo creaban dependencias a veces virtuosas, y a veces perversas.  Era común observar que el camino que recorría un automóvil nuevo al salir de la agencia, pasara obligadamente por el frente de aquella fonda. Todo aquel que quería ser alguien, debía dejarse ver por ahí; no bastaba pertenecer al gobierno, ni a la Iglesia, ni al equipo de futbol. Para ser aceptado, había que sentarse en esas mesas; altares en donde se confirmaba la pertenencia al pueblo y a la sociedad.

Mis necesidades primarias estaban cubiertas. Mi finalidad entonces, era la de ver y ser visto, de pertenecer, de ser reconocido, de ser respetado, querido. Sentarme en esa mesa, era la plenitud. Sin necesidad de acuerdos previos, reunidos ahí, los amigos teníamos la certeza de estar en lo correcto, de que esa ágora con aromas a café nos daba identidad. Adquirimos gustos, copiamos modas, estilos, formas de hablar, conciencia social. Junto con mis amigos, fui dueño en copropiedad de mi país y de la selección nacional, ningún tema escapaba a nuestras sentencias. El valor de sentirnos en manada fecundó opiniones lapidarias, poseíamos cantidades inmensas de seguridad y de ingenuidad. Valía la pena vencer mi timidez y mi inseguridad, sentirme aceptado por la tribu me hacía olvidarlas; por lo demás, no era indispensable opinar con inteligencia, bastaba con pertenecer.

Las ironías de la vida me desprendieron de aquel alegre grupo pueblerino. En mi centro de trabajo se tomó la decisión inapelable: yo era la víctima más viable para hacerse cargo de la sucursal de Monterrey.  Mi llegada al territorio de la carne asada no fue muy distinta a la de un alienígena; no pertenecía, no tenía pasado, ni costumbres locales, no conocía los temas ni los modismos, era un extranjero en mi propio país.  Para mi fortuna, y la satisfacción de mi sentido de pertenencia, encontré a un grupo de forasteros que como yo, ni eran de aquí, ni eran de allá. Me despedí al fin de ellos y de aquella ciudad, pero la amistad que urdimos hoy todavía me es entrañable.

30 años después estoy de visita en mi pueblo, que ahora es ciudad y a la que ya no pertenezco del todo. Encuentro otro establecimiento comercial que ocupa el lugar emblemático de aquel intento de gran fonda. En medio de los cientos de teléfonos celulares que ahora se venden ahí, extrañé la presencia de aquella vieja mesa del café de mis recuerdos, y escuché los ecos de conversaciones hoy evaporadas. Ahora, en mi propio terruño, pertenezco al grupo de turistas y al de emigrados a los que el olvido ha vuelto nebulosos.  Vistas a través del cristal del tiempo, mis necesidades de pertenencia de aquella despreocupada juventud se volvieron totalmente prescindibles. Hoy pertenezco como siempre a mi familia y a los amigos, a quienes están y estarán siempre de verdad, a los que son de carne y hueso, pero más de alma, a los que tienen una sola cara. 

Por: Rodolfo Lira Montalban

Correo: rodolfolira@prodigy.net.mx

Pagina: paranohacerteeltextolargo.com

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