viernes, abril 19, 2024

La casa de mis padres – Sandra Fernández

Regrese a la casa de mis padres después de media vida.  Veinte años habían pasado desde el día en que emprendí el vuelo. Entonces, era joven, tenía muchos sueños por delante, me había trazado una vida lejos de esa casa fría y oscura llena de laberintos y habitaciones oscuras. Prometí no regresar. Alejarme por un tiempo de esa ciudad lluviosa y esa familia silenciosa que guardaba secretos, interrogantes, voces que se escondían en las enredaderas y entre las paredes húmedas. Los silencios aplastaban lo mucho que se tenía que decir pero que era mejor callar.

Esa tranquilidad me asfixiaba, me agobiaba a tal punto que mi alma había salido huyendo desesperada en búsqueda del bullicio, de las voces, de los sonidos, de los gritos, del estruendo que aniquilara los silencios enraizados en mí. Salí al mundo decidida a descubrir mi propia voz. 

Entonces, me sorprendió esa llamada, me avisaron que había heredado esa casa, que había sido la última voluntad de mi hermano. Confieso que me sorprendió su decisión, pero también comprendí que, al ser su única hermana, su deseo era que yo la conservara siendo que mis padres también habían partido tiempo atrás. Solo quedaba yo. Así que decidí aceptarla para ponerla en venta de inmediato y así fue como emprendí el camino a casa.

Aquella noche, el frío golpeó mi rostro al bajarme del autobús. El taxista recorrió las calles húmedas y solitarias de la ciudad que parecían espejos. El ambiente sombrío que imperaba no era tan distinto a mi estado de ánimo. Pasaría esa noche en la casa de mis padres, ya que hasta el día siguiente se llevaría a cabo la venta de la casa.

Abrí el zaguán blanco con la llave que conservaba; el auto estropeado de mi padre al fondo del patio me dio la bienvenida. Una gran soledad me sobrecogió, el impacto fue tan grande que quise escapar. Salí a buscar al taxista, pero éste ya se había marchado. La calle desierta me lo confirmo.

Resignada, cerré la puerta y recorrí con pasos sigilosos el patio, la oscuridad me envolvió, el único sonido hueco eran mis pasos y el susurro de las hojas secas que cubrían las paredes y colgaban de las ventanas. Al llegar a la entrada principal, subí la escalera. Crucé el cancel de vidrio y un largo pasillo estrecho se presentó ante mí. Todo estaba tal y como lo recordaba. De las paredes colgaban fotos de mis padres, de mi hermano y de mí cuando éramos niños. No me reconocí, había olvidado mi rostro infantil o quizá había olvidado esos destellos de felicidad en mi rostro.

La habitación de mis padres conservaba la máquina de coser, la misma cabecera de madera, las cortinas cafés. Me acerqué a la ventana, la calle me devolvió la imagen de cuando siendo una niña me gustaba mirar por esa misma ventana. Entonces, me pasaba horas mirando a través de los cristales empañados y con gotas de lluvia que distorsionaban la gente al pasar. 

Al volverme de la ventana. Vi a mi madre sonriendo, recién levantada con el cabello despeinado. Mi padre buscando una chamarra en el closet, alistándose para salir.

Fui recorriendo la casa, los recuerdos me fueron invadiendo, uno tras otro, densos, pesados al principio, después se fueron suavizando, llegaron a mi como una brisa ligera. Las voces surgieron y me hablaron de la juventud, de las risas, de los sueños, de las enfermedades, de las navidades que habían quedado atrapadas entre esas paredes, entre esas puertas y ventanas.

La claridad de la mañana me sorprendió mirando por la ventana. Tocaron a la puerta. Habían llegado, sabía lo que tenía que hacer. Bajé por las escaleras y abrí el zaguán.

Una pareja me esperaba, traían algunos papeles, me estrecharon la mano.

“Lo siento, la casa ya no está en venta”, les dije. 

Me explicaron que venían desde muy lejos, que la oferta era inmejorable, se miraban desconcertados, sin entender que había pasado.

“Aquí en esta casa esta encerrada la mitad de mi vida y de mis mejores recuerdos, lo siento”, les dije. Mi voz sonó segura sin dudas ni titubeos. 

Al escucharme, comprendí que por fin había encontrado esa voz que me había llevado lejos y que había buscado durante tanto tiempo.

Por: Sandra Fernández.

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