La semana pasada me encontré con mi amiga de toda la vida, en el Centro Histórico de la ciudad de Querétaro. Su nombre es Tamara. De niñas, vivimos por el mismo rumbo. Fue tanta nuestra alegría, que pospusimos nuestros asuntos y nos fuimos a desayunar, hablamos de todo. Algunas de sus historias son parecidas a las mías. Me platicó emocionada un sueño que tuvo. Recuerdo la historia, así lo contó.
El silencio del viento, el ladrido de un perro a la lejanía, el maullido de un gato nocturno y el esplendor de la luna llena, son alicientes que provocan los recuerdos de una infancia lejana, bajo el amparo de los padres.
La casa de la infancia se resguarda en el arcón de la memoria, evitando perderse en la noche de los tiempos. Existen casas cuyos muros guardan celosamente los secretos de sus moradores. A veces, regresan algunos, los muros se alegran, se renuevan, porque también ellos recuerdan. Vuelven a escuchar las risas, los regaños, el llanto de quien se lastimó la rodilla, del niño al que le quitaron su juguete preferido. Sin faltar las declaraciones de amor a media voz.
No todas las casas resisten el embate del tiempo y las adversidades. Eso ocurrió con la casa de mi infancia. Simplemente desaparició: no hay ruinas que pueda palpar. Era una casona del siglo XIX, conocí los vestigios de su grandeza. Fue demolida en 1963, por la ampliación de la calle Esmeralda, en la ciudad de Querétaro.
Recuerdo aquellos años cuando sólo pensaba en cosas básicas. Tenía a mis padres, un lugar para dormir, los deliciosos guisos de mi madre y un gran espacio para jugar. ¿Qué más podía pedir? A mi manera, vivía en un mundo feliz.
¡Pobre mamá! Cuando quería que fuera a la tienda, mi hermanita y yo no estábamos a la vista. Tenía que gritar a todo pulmón para ser escuchada, nosotras nos escondíamos en la grande y tupida nopalera. Desde la primera llamada la escuchábamos, pero no respondíamos hasta la tercera, cuando iba acompañada por una amenaza.
El escritor Jorge Hernández escribió un artículo periodístico muy interesante, titulado La casa, recordando el tiempo en que ese inmueble albergó a sus abuelos, padres, hermanos, tíos, primos. Una casa llena de historias familiares. Al leerlo, de inmediato pensé en la de mis padres.
─Amiga, en varias ocasiones he soñado mi niñez en la casa paterna, ─dijo con entusiasmo Tamara—. Subo al grande y frondoso mezquite, veo el columpio que mi padre puso en el árbol con reatas gruesas tejidas de henequén. Me veo con mi hermana Paty, dos años menor que yo, esperando que nuestro padre termine de colocar el columpio.
De pronto, me encontré sola, recorriendo la extensa nopalera. Vi los nopales erguidos, orgullosos de sus frutos: tunas verdes, rojas, amarillas, rosadas, todas exquisitas.
Observé los cactus: garambullos, biznagas, pitayos; todos ofreciendo sus deliciosos frutos. Seguí caminando sola, llegué hasta los linderos del terreno de doña Porfiria, la inolvidable vecina que me enseñó a cocinar. Vi sonriente a Paty, platicando con ella. Ignoro cómo llegó primero, si veníamos juntas.
Saludé a doña Porfi, quien respondió con su bella sonrisa. Mi hermanita me dijo: “Me voy a quedar, luego te alcanzo”. Opté por regresar.
Los colores y olores eran tan nítidos, que tal vez no era sueño sino un viaje astral al pasado. Observé pasar a los conejos dando pequeños saltos, a las ardillas subirse a los árboles, a las lagartijas sobre la barda de piedra tomando su baño de sol, cubriendo su piel con diferentes tonos.
Las tortugas pasaron cerca de mí con su lento caminar. Oí sutiles ruidos entre la hierba, me detuve, podría ser un alicante: en esa nopalera había de todo. El ruido cesó. Continué caminando. Era una gallina, acomodando una especie de nido para desovar.
Los perros moviendo el rabo vinieron a mi encuentro, los acaricié y caminamos hacia la casa. Entonces escuché la voz de mi padre.
─Hija, apúrate, tu madre ya está haciendo tortillas y la salsa en molcajete que tanto te gusta, vamos a almorzar.
─Ya voy, papá, encontré en la nopalera tres huevos, para asarlos en el comal.
Me vi en un largo y amplio pasillo, empedrado con piedras de río, con un tejado sostenido por tres hermosos pilares de ladrillo rojo. Hay tres sillas de madera, con asiento de tule, tienen flores en los respaldos. En diversas ocasiones mis padres se sentaban a platicar en ese espacio para vernos jugar.
Ladra un perro. No es el Solovino, ni el Manchas. Lo hace nuevamente, ahora reconozco el ladrido: es el Bécquer, el perro de mi hijo Óscar. Ya no estoy en la casa de mis padres, despierto en la mía.
La nostalgia impregna mi espíritu. Quisiera ir a Esmeralda, para encontrar vestigios de aquella vetusta e inmensa casona, pero no los hay. Las construcciones actuales son de 1965 en adelante. Existen tres viviendas donde habitan mis sobrinos con sus familias. La casa de mi infancia solo queda en mi memoria.
A veces me pregunto: ¿a dónde fueron los conejos? Tal vez a un seminario sobre control natal.
¿Y las tortugas? Ellas vivían ahí desde que mi madre era niña. No sé a dónde irían, jamás nos molestaron, qué triste final.
Las aves canoras que llegaban a los árboles, salieron mejor libradas, solo cambiaron de departamento: se mudaron a otros pirules y mezquites.
De las que estoy segura a donde fueron, son las hormigas rojas. Viajaron a Estados Unidos, a buscar a la poeta mexicoamericana Lilvia Soto.