jueves, marzo 28, 2024

Kuira al mundo – Sandra Fernández

El sol se asoma entre las ranuras de la puerta de madera, son hilos de luz que iluminan tenuemente la oscuridad de la cueva. Ariché la niña rarámuri, que su nombre significa “atardecer”, le pone más  leña al calentón, éste se enciende después de atizarlo con una vara y poco a poco  va desprendiendo un aroma a mezquite que impregna toda la cueva,  es ahí en donde vive con su familia, ella tiene nueve años. El calor del fuego les reconforta, aunque bien pudieran continuar sin él, con  algunos grados bajo cero en medio de las rocas, así es como siempre han vivido, así es como se vive en las montañas en donde el frio no se siente, la oscuridad tampoco y las distancias se hacen más cortas, haciendo lo que ya sabían hacer desde antes de nacer: correr. La cueva es su refugio, su hogar. El techo negro de piedra  desciende en formas caprichosas  y obliga a agacharse para poder caminar dentro de ella. El molino para moler el nixtamal, las camas con sabanas revueltas, el piso de piedra. Así es como viven algunos rarámuri en Chihuahua, siguiendo la fuerza de la costumbre, apegados a su forma de vida, a veces un tanto sedentaria, otras, un tanto nómada. Fieles a su etnia que les da identidad  y a sus tradiciones que les dan sentido, los hombres y mujeres  de pies ligeros: los tarahumaras. Comunidad indígena del norte de México.

Capaces de correr grandes distancias, subiendo y bajando entre las piedras, entre los valles y las montañas que al atardecer se pintan de color cobre, bañadas por los rayos de sol. Las Barrancas del cobre, ubicadas en la Sierra Madre Occidental que atraviesa el estado de Chihuahua. Los rarámuris o tarahumaras suelen contemplar esta vista, sentados sobre las piedras, así es como veneran a sus dioses; al sol, a la luna, a las piedras, a sus ancestros. 

Las mujeres quieren seguir haciendo sus canastas de palmilla a un lado del lago de Arareko a la sombra de un nogal, fabricar sus ollas de barro. Son mujeres artesanas y quieren seguir siéndolo. Se niegan a dejar de usar sus vestidos de colores vivos y faldas amplias que elaboran ellas mismas.  Los hombres quieren seguir fabricando arcos y tambores y seguir tallando la madera. Se niegan a dejar de lado sus tradiciones. Salvan su pasado todos los días y caminan sobre el duro concreto y los muros de la ciudad de Chihuahua, mostrando dignamente lo que son y lo que quieren seguir siendo. Enfrentando un mundo sólido, gris,  de formas duras y rígidas, un mundo que a veces no entienden pero que respetan.

Ya que el respeto forma parte de sus principios, y la falta de él puede ser la ofensa más grave que puede haber. Les gusta bailar, festejar. Llamar a las lluvias para iniciar la siembra a través del baile de Awilachi que practican después de celebrada la misa dominical en el atrio de la Misión de San Ignacio. O la danza de Tutugúri, que practican para agradecer el don de la vida. Así son ellos, hablando su propia lengua Rarámuri que al escucharla pareciera   una bella melodía, alegre, enigmática.  Se ganan la vida elaborando artesanías; muñecas, llaveros, cestas de palmilla, tambores. Sembrando, pastoreando, viviendo del campo y para el campo. Queriendo ser lo que son, conservar su identidad, quieren que el mundo los siga viendo como hombres y mujeres tarahumaras.

Me pregunto, si el mundo está también preparado.

Ariché, caamina tres horas para ir a vender las artesanías que ella mismo elabora. Por la tarde regresará cuando el sol se oculte detrás de ella.

Kuira, me dice cuando me saluda. Y en sus ojos se reflejan las montañas, el cielo azul y la historia de una etnia que ha sido capaz de mantenerse intacta a través de miles de años.

Si, el mundo también debería  de estar preparado para aprender de ellos,  aceptarlos y admirarlos.

Por: Sandra Fernández

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