Han estado ahí por años. Las miro con recelo, ellas me miran a mí agazapadas bajo del librero en un duermevela como el de un gato, aparentando un sueño profundo pero siempre al acecho. Me despojo de un temor que creía superado y las desafío rodilla en tierra, en la tierra de ese piso de madera al que los vientos de febrero y esa ventana abierta han dejado así: terroso. Con el justo acopio de valor me agacho para verlas de cerca, son quince y son provocadoras.
Mientras sacudo el polvo de sus lomos, las viejas agendas de mi pasado ronronean sus secretos y se desperezan. Desconfío, su divisa es la traición. Confidentes de la caducidad de los sucesos activan sus orejas como antenas, despabilan memorias del negocio en donde gané el dinero y perdí la salud por 33 años. Algunas tienen cubiertas de piel; recuerdo de años más prósperos. Las demás, que son mayoría, están elaboradas con el más democrático vinilo. Como estímulo a mi ego varias están grabadas con mi nombre: los proveedores que cada año me las regalaban sabían con provecho que la posesión más grande y más querida para sus clientes era y es sin duda: su nombre. Debí haberlas tirado hace muchos años pero un ligero atisbo del síndrome de Diógenes me impide tirar cosas mentalmente insalubres. Temo averiguar si el tirarlas me provocaría dolor, angustia, remordimiento, o las tres cosas juntas.
Dudo de nuevo en abrirlas. Una vez despiertas pueden lanzar zarpazos y mordidas dolorosas por necesidad. Los eventos de mi pasado acechan ahí con garras filosas, me intriga recordar lo que hice, pero me aterra ver lo que debí haber hecho y lo que la inexperiencia, el desconocimiento, la falta de valor, o el constante regateo de apoyo me impidieron hacer. Por esas razones y para evitar los gratuitos rasguños del pasado por años las dejé ahí; inamovibles, intocables, maestras del engaño.
El día de hoy y por pedido de Araceli, como suelo hacer las cosas a las que el deber y su amistad me convocan; en este desventurado día interrumpí su sueño.
La primera en orden de antigüedad data del año 1992. Al abrirla caen a mis pies sendos boletos de avión expedidos por la extinta Compañía Mexicana de Aviación amparando un viaje familiar solo de ida a la Ciudad de Monterrey, primer zarpazo del recuerdo, primera añoranza; el cambio de vida y de ciudad. El recuerdo de aquello que se fue me perturba. Segunda parte del programa: apertura de una página al azar. Día 8 de enero, primer aniversario del nacimiento de mi hijo Rodrigo, el malicioso gato de la nostalgia afila sus uñas y asesta su mordida de ternura directa al corazón.
Llevo apenas un par de aproximaciones y ya estoy sentimentalmente rasguñado pero no derrotado. Neciamente sigo hojeando las páginas. El temor y la emoción pelean silla de primera fila.
Abro una segunda agenda, asoman los recuerdos en cadena, me complace el orgullo de pequeños logros que mis posibilidades alcanzaron y me ruborizan los errores. Ahora soy consciente de cuántas eran mis limitaciones pero también me enfurece la falta de respaldo y el abuso del que fui objeto en repetidas ocasiones. Abro tres páginas más y ya acuso trastornos en el ánimo. Deseo concluir con la labor forense no deseo confrontar más el pasado y volver a hacer corajes ya digeridos.
Las cierro y aprisiono con fuerza el aquí y el ahora para recuperar el juicio. Como prueba de armisticio, retraen sus garras, caí en su emboscada, maúllan un empate técnico. El saldo de este encuentro: rasguños superficiales. La revancha queda agendada a 15 episodios, preferentemente para cuando pierdan fuerza, sus ánimos estén desafilados y los recuerdos ya no duelan.
De acuerdo con la descripción de Umberto Eco; estoy ante un claro caso de: Tripodología felina, es decir, esto me pasa por andar buscándole tres pies al gato.
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