Hace treinta años aproximadamente, en el tiempo que, con la idea de abrir una escuela, estudiaba el precioso método Montessori, tuve la oportunidad de conocer a Graciela Rosette. Fuimos compañeras durante tres años.
Al poco tiempo de tratarnos, nos hicimos excelentes amigas. Comencé a frecuentar su casa y a tratar muy de cerca a sus dos hermanas: Mariana y Bertha, al igual que a sus padres, quienes me trataban como a un miembro de su familia.
En ese tiempo no imaginé que Rosy, mamá de Gra, muy pronto sería mi apoyo en una de las situaciones más difíciles de mi vida.
Era una familia unida y con excelente posición económica. Vivían en una casa de 2000 metros cuadrados en Las Lomas. Tenían la costumbre de invitar a su propiedad, cada Semana Santa, a sus cincuenta mejores amigos a pasar con ellos desde el Miércoles Santo, hasta el Domingo de Resurrección.
Cada día, llegábamos a las nueve de la mañana, desayunábamos, conversábamos, jugábamos tenis y nadábamos. Disfrutábamos de los juegos y competencias que organizaban. A las dos de la tarde, servían deliciosa y abundante comida y bebida. Había sobremesa de dos horas y a las cinco comenzaban los juegos que terminaban con originales regalos para los ganadores.
A las siete de la noche, cada quien se iba a su casa y al siguiente día, a las nueve de la mañana, empezaba la misma divertida rutina.
Al pasar el tiempo, la amistad se hizo más sólida entre la hermana mayor de Graciela y yo. Rosy (la mamá) ya me decía ‘hijita’, lo que me emocionaba mucho, ya que yo seguía sin tener contacto con mis padres, quienes insistían en no verme.
La noche en que me constó una de las infidelidades de mi marido y que él no la negó, lo corrí de la casa.
Mientras hacía su maleta y subía sus pertenencias al carro, yo, aún no sé cómo, me mantuve observándolo sin demostrar ningún sentimiento y… ¡Vaya que los había! Con cada pieza de ropa que él empacaba, yo sentía que estaba llevándose un pedazo de mi corazón.
Cuando al fin se fue de la casa, no derramé una sola lágrima, a pesar de que sentía que, toda yo, iba a explotar de tantos sentimientos de tristeza, soledad e incertidumbre.
Lo primero que hice, a pesar de que era la una de la madrugada, fue llamar por teléfono a Rosy y contarle lo que acababa de suceder. Las palabras más significativas de cariño y de consuelo que puedan existir, las escuché por parte de ella. El apoyo no terminó ahí. A las dos horas de esta llamada, sonó el timbre de mi casa… era Rosy, que me trajo una preciosa imagen de la Virgen de Guadalupe, ante la cual nos pusimos a rezar y me encomendó.
Al pasar de los años, tuve la oportunidad de corresponder, con pequeños apoyos, a esa invaluable amistad de la familia Rosette.
Mariana, que estaba casada con Guillermo y tenían dos hijos, se divorció tres veces, mismas que volvió a casarse con el padre de sus hijos.
Esta situación le creó varios conflictos de comportamiento a Gerardo, el hijo mayor, quien no tardó en refugiarse en las drogas.
Una madrugada, recibí llamada de Mariana, pidiéndome que la alcanzara de inmediato en la clínica para adictos que se encuentra hasta el sur de la ciudad, rumbo a Cuernavaca… iba a internar a su hijo.
Con mucho miedo, tomé mi carro y me dirigí a la dirección que me proporcionó.
Cuando llegué a la recepción, en la que aún estaban mamá e hijo en los trámites de internamiento, lo primero que hizo Gerardo fue aventarme al piso y, en seguida, dijo que me acababa de salvar del ferrocarril que yo no había visto y me iba a atropellar.
Cuando Mariana me dejó sola con él, porque iba a ir a elegir el tipo de habitación donde se quedaría Gerardo, sentí pánico, pero me calmé pensando que ésta era una oportunidad de retribuir algo de lo mucho recibido de esta familia.
En otra ocasión, relataré las espantosas vivencias que me sucedieron a lo largo de dos horas más de espera.
Años más adelante, Mariana enfermó gravemente de cáncer. El oncólogo que la atendía opinó que ella debía seguir el tratamiento en casa.
Diariamente, el tiempo que mi trabajo me permitía, acompañaba y cuidaba a mi amiga.Una de las veces en que la llevé a consulta, conocí a su doctor.
¡Su cáncer avanzaba rápidamente!
Una tarde me pidió que le llamara a Graciano, el maravilloso sacerdote y amigo que me había casado y le solicitara que fuera a su casa, a confesarla y darle los santos óleos. Así lo hice y al día siguiente mi amigo acudió. Mientras esto sucedía, me mantuve en una habitación alejada.
Lo que siguió fue la horrible petición de mi amiga… de comunicarla con cada una de sus amistades. Quería despedirse de cada uno, porque había decidido suicidarse al día siguiente.
A esta sorprendente decisión, siguió una alucinante petición: “Vicky, quiero que mañana prepares una deliciosa y elegante cena para dos personas. Es esencial que haya copas para vino y también quiero tomar champaña. Es vital que dejes la comida y la mesa lista a las siete de la noche y te retires”.
Me confesó que se había enamorado del oncólogo. Él lo sabía y había aceptado compartir la cena con ella, y después quedarse a pasar la noche… antes de ayudarle a morir.
Estimado lector, ¿A esta acción del doctor, le llamarías: Ética sin límites?g.virginiasm@yahoo.com