Las extrañas motivaciones de aquellos que fundaron ciudades en los desiertos pueden tener una explicación lógica: en caso de huida, los maleantes contaban con condiciones inmejorables para ocultarse en esos parajes inhóspitos de temperaturas calcinantes.
Las dificultades, la falta de agua, las feroces tormentas de arena, la lucha por la supervivencia de bestias, serpientes e insectos y las tribus salvajes establecidas ahí, hacían que sus perseguidores los dejaran huir sin más y que los abandonaran a su suerte. Algunos de esos fugitivos se enteraron de la existencia de yacimientos de metales preciosos en los desiertos. Y como la ambición ya la traían puesta, era comprensible su decisión de asentarse (con todo y el calor sentido en salva sea la parte) y formar familias y ciudades.
Esas sofocadas concentraciones humanas han crecido y ahora se ven en la necesidad de importar manos y mentes de obra para apoyar sus proyectos económicos. Los sueldos llevan implícito un premio por soportar las inclemencias del tiempo, por lo que atraen a algunas familias de habitantes del paradisiaco centro del país, quienes en su afán aspiracionista o huyendo del desempleo, llegan cargados de ilusiones y de abanicos, a conquistar esas tierras.
Así como la invención de los ascensores permitió habitar las alturas, los benditos aparatos de aire acondicionado permiten hoy que millones de personas habiten los desiertos. Los minutos de engaño al calor que proporcionan estos artefactos son codiciados con delirio. Todo es felicidad y el sueño es placentero hasta el blasfemado día en que fallan.
El equipo de mantenimiento se dio cita ese día muy temprano en la casa de unos de aquellos migrantes marcada por la desgracia. Sus sudorosos miembros, encolerizados tras varios intentos de encender el aparato refrescante central, declararon su derrota y llamaron al cuerpo de auxilio. Esta era una emergencia en grado de infamia.
Las casi tres horas que duró el proceso de reparación les parecieron eternas. El aspecto perverso del personal de la compañía contratada, que, dicho sea de paso, era la única disponible, tuvo que ser pasado por alto por la parte contratante. Excepto por la jefa de familia, que reservó para sí una corazonada enojosa cuando veía a esos corrientes: tres, cuatro, ocho, circular por toda su casa con total libertad.
La potencia del aire fluyó de nuevo con toda su frescura. Con caras de alegría, los mitigados miembros retomaron sus actividades. El jefe de familia pagó los honorarios y despachó a los técnicos. La jefa, fracciones de segundo después de que el último miembro del equipo traspasó la salida, hizo extensivas sus sospechas, mismas que fueron calificadas como exageradas. Nadie quería echar a perder un solo segundo de la felicidad recuperada.
Eran casi las diez de la mañana del día siguiente. Los jefes de familia ya estaban ocupados en sus respectivas empresas, no muy lejos de ahí. La chica que ayudaba en las labores domésticas y que cuidaba a los niños, acudió al llamado del timbre. El personaje detrás de la reja, identificándose como plomero, dijo que venía “de parte” del licenciado a arreglar la fuga del baño de la recámara principal. La chica, que para desgracia del evento, de plomería sólo conocía la poca agua que le llegaba al tinaco, dejó pasar al supuesto plomero.
El siniestro personaje dirigió sus pasos hasta la cocina, seguido por ella, a quien hizo saber que la recámara estaba justo arriba y que desde ahí era en donde se detectaría el problema.
—A ver niña: voy a necesitar de tu ayuda. Agarras esta escoba y le vas a dar golpes al techo. Yo los voy a escuchar desde la recámara y cuando uno de esos golpes se escuche hueco: ¡ahí está la fuga!
Así fue que la muchacha golpeó y golpeó el techo durante extensos minutos, mientras desde arriba el “técnico” le gritaba:
—¡Más a la derecha! ¡No, no! ¡Más a la izquierda!
Como todo un profesional y haciendo alarde de sangre fría, no le importó que los dos pequeños hijos de la familia estuviesen entretenidos con sus videojuegos en el cuarto de tele. Se dio el lujo de saludarlos, pero los niños, concentrados como estaban en su torneo, se limitaron a saludar sin siquiera voltear.
Varios minutos tuvo el infeliz para hurgar en todo el vestidor. Ningún escondite ni camuflaje fue ajeno a su experiencia. Se hizo con algunos relojes, joyitas, y con el dinero en efectivo que serviría para pagar las cuentas de ese mes.
Con su “maletín de herramientas” repleto de patrimonio familiar, bajó a la cocina, se despidió de la chica y de los niños con gran cortesía, les hizo saber que la fuga estaba detectada y que volvería en un rato más después de comprar los materiales necesarios para la reparación.
Desde ese día, las corazonadas de la jefa de familia son respetadas en esa casa cual si fueran profesión de fe.
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