Hincados o en cuclillas, alrededor de un círculo dibujado en un pedazo de la banqueta, en donde el cemento perdonó a la tierra, solía haber muchos niños a la salida del colegio. Decenas de canicas estaban en juego: agüitas, tréboles, bombochas, mosaicos. Antes de apostar las cuirias, los contendientes, entre ellos yo, debíamos tener la certeza de cuál de nuestros tiros era el mejor; el de huesito o el de uñita, y conocer el mejor momento para pintar tu raya.
Cualquier distracción o que te hablaran al tiro te podía mandar a calacas. Un torneo de canicas no podía interrumpirse bajo ningún concepto; en este caso, ir al baño está considerado como concepto. De tal forma que eran frecuentes, en medio del fragor de la batalla, accidentes de la vejiga y manchas en los chones que las madres reñían con frecuencia a los pequeños practicantes de este deporte de precisión. Yo no era ajeno a estas traiciones urinarias y a las consecuentes reclamaciones maternales: “¡¿Quién crees que lava la ropa?!” Yo respondía: “¡Juve!” Juventina era la muchacha que ayudaba en la casa, no teníamos lavadora Hoover.
En mis pesadillas recurrentes imaginaba a mi padre enfurecido e imponiéndome un castigo traumático: consistía en llevarme al parque público frente al quiosco y ahí, despojado de toda ropa, ante de las burlas de los paseantes, mostrar mis miserias y la fuga de mi plomería. No he tenido buenas experiencias con la desnudez: en mis épocas de campamentos juveniles, después de nadar en la laguna, quedar exhausto y dormido a la orilla, por hacerlo en canicas, me provoqué quemaduras severas en salva sea la parte.
Sé que doy a los psicólogos sabroso material con el que se estarán relamiendo los bigotes y ya me ven con cara de cliente. Lamento decepcionarlos; a estas alturas de mis traumas, en mi baraja tengo tres pares con los que cierro mi apuesta: un par de amigos con oídos afinados, que con un par de copas me arreglan la vida en un par de patadas.
La desnudez que hoy me ocupa es más íntima y reveladora. Hace algunos años, cuando comencé a escribir y a ser leído, decidí renunciar. En aquel momento declaré a quienes amablemente me lo cuestionaron: “Dejé de escribir porque me sentía como en un campo nudista”.
Hoy he vuelto a reincidir y para hacerlo, me voy quitando todo; cuelgo en un gancho la solemnidad y doblo con cuidado la doctrina. Acomodo el par que da confort al pisar los lugares comunes. Sigo con las prendas íntimas empezando por la timidez, después arrojo al piso los prejuicios y las autocríticas severas. Cuando ya me quedo en canicas, me miro al espejo y para darme ánimos me digo: “Algún día serás un monstruo de la literatura y no por llegar a escribir bien, sino porque cada vez estás más feo”.
Despojado ya de todo, salgo al campo de las anécdotas, cosecho las palabras de mi memoria y con ese rompecabezas hago artesanías. Cuando ya están listas y me convencen, pongo mi puesto en la banqueta y las ofrezco con esa desnudez que a veces me recuerda a mis pesadillas infantiles; pocos la perciben, pero con discreción ahorran sus observaciones.
A mis espaldas, un elegante edificio con una librería llena de ejemplares de los mejores escritores. La gente pasa, algunos salen con la bolsa de su reciente compra, miran mi trabajo, me hacen un comentario amable y se llevan algunos recuerdos. Otros dicen: “¿Y cuánto ganas por escribir?” Otros más voltean y exclaman: “¡Mira; qué chistosito esta esto!” Algunos, con gran generosidad me han dicho que ya no esté en la banqueta y que ofrezca mis artesanías en la librería. Me animan mucho y lo agradezco, pero hoy mi lugar está aquí y estoy contento, vulnerable, imperfecto: como Dios me trajo al mundo.
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