Cuando el calendario participa la llegada del día primero de enero, la abuela enciende una veladora. Lo hace con la devoción de todos los días primeros de cada mes, pero este día en particular alarga el procedimiento, pone énfasis en cada detalle del ritual, en cada pensamiento, en cada frase.
Sus pulmones, que soplaron enérgicas ochenta veces, las velas de sus pasteles de cumpleaños, esta vez, con un endeble soplido, apagaron el cerillo, que junto con el pabilo, hicieron las veces de antorcha olímpica y pebetero, señalando el inicio de los juegos, del año que comenzaba. En su místico discurso inaugural, la abuela incluyó una oración al Creador, rogando con mucha fe, para que nunca falten: casa, vestido y sustento.
En este triste año que terminaba, año de pandemia, la abuela dedicó un minuto de silencio en memoria de los miembros de la familia que se llevó el virus y que no pudieron asistir, por razones disculpables, a las cenas de navidad y fin de año. Dedicó otro minuto de suspiros, por los confinados que no contribuyeron con su presencia, por prudentes, o porque ella abiertamente no invitó. Admitió para sus adentros, sin remordimiento alguno, que unos cuantos de esos suspiros fueron de alivio.
Los gatos y perros, acurrucados bajo el primer rayito de sol del año, se mantuvieron expectantes a las oraciones, pero sobre todo, a lo que saliera del refrigerador. En esta ocasión, el pan nuestro de cada navidad, no les dejó migajas, ni desperdicios. Los tradicionales platillos fueron repartidos a la familia en utilitarios “tópers”, colocados con prevención, en la puerta.
Por fortuna, la abuela no tuvo que horrorizarse con la montaña de platos con motivos navideños, por lavar. Permanecieron guardados en espera del encuentro con otras fiestas, para adornar la mesa, obsequiar pavos, aceitosos bacalaos y aromáticos romeritos. La vajilla “del diario”, la que solo es utilizada por los más íntimos y nunca por las visitas, y que a nadie importaba que estuviera desportillada, en clara apología a la ceguera del taller, como de costumbre, se apropió de la mesa, lista para recibir la rosca de cada enero y los tamales de cada febrero.
Del juego de copas, este año no se registraron bajas. En celebraciones anteriores, víctimas de apasionados brindis, antes de terminar sus días en el bote de la basura, tenían el honor de motivar a los inspirados cantantes en la primera madrugada del año, a entonar su sospechosa versión de: “Mozo: sírvame en la copa rota”. Esta vez, la abuela tuvo que desafinar sola, y como el gran Joan Manuel de sus recuerdos, cantó: “Gloria a Dios en las alturas, porque arriba en su barrio terminó” la irresponsable fiesta. Lamentó que con la resaca o el virus a cuestas, el pobre volviera a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura, a sus misas.
Encomendó a Dios, a todos los que el día 2 de enero, o a más tardar el 8, volverían a la normalidad, o al nuevo concepto que de ella se conociera. Para el próximo año, ofreció compartir su casa para celebrar las fiestas, y declaró, con voz entrecortada, que este sería tal vez, el último año en el que los acompañaría. De tanto ensayarlo, le salía cada vez más emotivo. Y más convincente, por cierto.
La radio de la cocina, sobreviviente de mil radionovelas, transmitía ya el noticiario de la noche. Las voces de los reporteros, asaltando el idioma en sus avances informativos, reseñaban que: En “lo que son” los nosocomios, ya se “venía manejando”: máxima capacidad. Que la recomendación para la ciudadanía, era la de permanecer en “lo que vienen siendo” sus casas y que las altas autoridades darían el ejemplo, al pernoctar en las de su propiedad.
La abuela concluyó que, a su edad, no le parecía recomendable el conocer qué es: nosocomio, ni qué es: pernoctar, ni averiguar qué rayos sería eso, no vaya a ser pecado. Así que preparó una infusión de yerbabuena y se dispuso a descansar.
Agradeció a Dios por otro día y, al rezar, le pidió no que no la dejase caer en tentaciones y así como también, perdonaría a sus enemigos, le solicitaba que la librase del Malamén, ser mitológico que espanta a los niños y a algunas abuelas. En la vigilancia de la veladora, que al fin extinguió su llama, el sueño la venció. El ángel que lo guardó fue atraído por los suspiros de la abuela, quien soñaba con las reuniones familiares que ya comenzaba a extrañar.