En los austeros años de la posguerra, eran muy pocos los vecinos de ese pueblo que podían pagar los honorarios de un arquitecto. La mayoría de las casas se proyectaban y construían bajo la sapiencia de los maestros de obra. Los había por docenas y a falta de educación universitaria ejercían la profesión: “Como Dios les daba a entender”.
Herederos de la milenaria técnica: “Echando a perder se aprende” interpretaban las necesidades de sus clientes. Los sueños febriles de los proyectistas daban como resultado creaciones incomprensibles y poco prácticas. El estilo predominante en el pueblo era el: “Rústico-provenzal-mal hecho”.
Para el diseño de la casa que nos ocupa hoy, el jefe de familia, cosa rarísima en esa época, se vio orillado a tomar el parecer de su esposa. Por cuestiones de trabajo se ausentó por una larga temporada, así que dejó en manos de ella el proyecto de lo que sería su nuevo hogar.
El maestro de obras, obediente a los deseos de la dama, instaló dos puertas en la recámara principal: la una mirando al norte y la otra al oriente. Esta solución arquitectónica fue objeto de críticas e incomprendida por todos.
Cuando el marido regresó, era demasiado tarde para dar marcha atrás. Quedó convencido de esto después de escuchar la explicación técnica del maestro en cuanto a que: “Le saldría más caro el caldo que las albóndigas”
Vivieron felices por muchos años, con sus dos puertas y con las cuatro niñas y un niño que procrearon para abrirlas, cerrarlas y azotarlas en sus correrías por la casa.
Las niñas estaban jugando en el jardín el día en que los señores de la mueblería descargaron la nueva recámara matrimonial, por lo que no se enteraron de que el enorme espejo, orgullo de la señora, fue recargado en una de las puertas: “Por mientras”, a decir de uno de los cargadores.
La madre, que en ese momento estaba fuera de casa, no pudo impedir tal imprudencia. El niño (único presente) firmó de recibido y las niñas, en vez de supervisar la maniobra como lo prometieron, prefirieron practicar el juego del “bote pateado”.
Este deporte extremo exigía patear un bote, correr a toda velocidad y esconderse del perseguidor en turno mientras éste recuperaba el bote. En medio de la estampida, la víctima más lenta decidió ocultarse en la recámara. Al no poder abrir la puerta en el primer intento, empujó con violencia.
El juego quedó en pausa cuando las demás competidoras escucharon el estruendo que provoca la rotura de un cristal de gran tamaño y corrieron hasta la recámara.
La catástrofe no dejó un solo centímetro del piso libre de astillas ni de una respiración angustiada. Era urgente una solución: alguien dio el aviso de que la madre ya se encaminaba por el callejón, del brazo de la tía.
El plan se urdió a toda prisa: se designó a una de ellas para interceptar a las señoras mientras las otras recargaban de nuevo sobre la puerta la estructura del espejo, desprovista de imágenes que proyectar.
Al completar esa pesada labor, una de ellas quedó como encargada de detener el armatoste mientras las otras corrían a saludar a la tía con alegría simulada:
—¡Tía, tía! ¡Ven a conocer la nueva recámara que compró mi mamá!
Acordaron, en improvisada asamblea, que el honor de la primera apertura de la puerta lo tendría la invitada. La madre accedió, contagiada por la emoción de sus hijas y, movida por el afán inconfesable de presumir su adquisición, animó a su prima a ser la madrina de la flamante recámara. El primer intento por abrir la puerta no arrojó resultados:
—¡Empuja fuerte, tía! —gritaron las niñas en coro.
Cuando el segundo intento en forma de empujón fue ejecutado, al otro lado de la puerta y en perfecta sincronía, la encargada de sostener el mueble, haciéndose a un lado, lo dejó a su suerte. La estridencia de una caída se escuchó por segunda vez en esa tarde. Las dos mujeres gritaron horrorizadas y las niñas operarias del quebranto se llevaron las manos a la cara, al tiempo que exclamaban:
—¡Tía, rompiste el espejo!
El incomprendido uso práctico de la segunda puerta se agradeció ese día. Por ahí pudo completarse la escapatoria.
Hoy, la tía está por cumplir los cien años y las quinientas disculpas. Ninguna de las coautoras ha roto el juramento de silencio, por lo que piden discreción al nuevo cómplice que, al leer estas líneas, se acaba de sumar.
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