Los aparatos electrodomésticos fabricados por allá de 1930, al cumplir la mayoría de edad, y haber servido con suficiencia en el frente de batalla de las tareas del hogar, en su mayoría se convirtieron en chatarra. A partir de ahí, y una vez vueltos a aprovechar, algunos pasaron a servir en otros frentes, tal vez como armamentos, tal vez como vehículos: aviones, barcos o tanques de absurdas guerras. Ahora, quizás, descansen abatidos por las balas enemigas, en el profundo lecho del mar, o sean parte de las maquinarias de las fábricas, o de los nuevos vehículos que usamos hoy. Posiblemente sean ambulancias, o equipos médicos que salvan vidas, o en algunos afortunados casos, se conserven como piezas de museo.
Aquella máquina de escribir Remington, que ayudó en felices ceremonias a redactar cientos de actas de nacimiento, de matrimonio, y tantos otros documentos históricos que se elaboraron en la oficina del Registro Civil, al convertirse en chatarra, eventualmente se transformó en un rifle, o en balas. Acaso sea un aparato de rayos X, una jeringa, un estetoscopio. Muy pocas adornan oficinas o tiendas de antigüedades.
Ese elegante automóvil Chevrolet Bel Air, gris con blanco, del año 57, con su enorme volante de baquelita y su andar pesado, paseaba por las calles del pueblo el orgullo de su propietario, y de vez en cuando, la alegría de su hermana, a quien difícilmente se lo prestaba. Hoy es parte de algún cohete espacial, o de algún avión que atraviesa el Atlántico, con cientos de pasajeros en su barriga.
El ingenio humano que vive del trópico de Cáncer para arriba, inventó la mayoría de estos mecanismos, que sirvieron a nuestros antepasados, y que de chatarra en chatarra, de reciclado en reciclado, han sido empuñados por las manos de nuestros bisabuelos y abuelos. Ahora son tocados y aprovechados por nosotros. Y lo serán, por muchas más manos de nuestros hijos, nietos, y con suerte bisnietos, que los tocarán sin saber que hemos puesto ahí, además de nuestras manos, nuestras alegrías y nuestros trabajos. Esos materiales tan útiles, y tan indispensables en su momento, tuvieron una vida efímera de veinte o treinta años, pero algunos de aquellos personajes que los manipularon han sobrevivido, hasta hoy, a todos los reciclajes.
Esas manos que se quemaron con lo que hoy es una bicicleta, pero que, con seguridad, alguna vez fue una tostadora de pan o una plancha, son una maravilla de la naturaleza: no se reciclan, ni se reaprovechan. Esas manos, cuando se hieren, hacen algo asombroso: se regeneran. Conozco un par de manos que lo han hecho desde 1930. Esas suaves y femeninas manos pertenecen a un ser amoroso que cumple años próximamente, y que me puede dar un coscorrón, por ser el hijo que delató sus años. Hay gente que no sabe cuántos años cumple, muchos jurarían que tiene quince o veinte años menos, porque cuando se da su: “manita de gato”; hace magia. Aquel peinado de tres pisos, estilo borrego, de los años setenta, le ganó por parte de mi papá el apodo de: “la Borre”, utilizado por todos desde entonces con cariño. Por los cercanos a la casa, es dicho “con todo respeto”.
Esas manos que mágicamente se renuevan, de donde siguen naciendo uñas que han recibido litros de barniz, en tantos años de las manicuras de los sábados, aplicadas, junto con su infaltable cubita por la fiel Feli,alguna vez fueron las pequeñas manitas infantiles que, a petición de su padre, hicieron girar la perilla del aparato de radio, para escuchar la noticia de la invasión de los ejércitos nazis a Polonia, o que, en sus años juveniles, la giraron en sentido contrario, para apagarlo de inmediato, al escuchar con temor esos ritmos musicales, considerados pecaminosos en aquella casa. Ese aparato de radio probablemente hoy sea polvo, televisor, o material de un teléfono celular. Aquellas manos que colocaron el disco de los Churumbeles de España en el tocadiscos que ahora será quizá una impresora láser, aplaudieron felices llevando el ritmo del baile y del canto de: “Doce cascabeles lleva mi caballo”, de un disco de vinilo que daba vueltas y vueltas, y que sigue dándolas, como parte de algún juguete que hoy divierte a sus nietos.
Esas manos agraviadas por el jabón, que apretaron las perillas de la primitiva lavadora, que teclearon hora tras hora la máquina Remington, que dieron vueltas al volante del Bel Air, que pulsaron la radio y el tocadiscos, y que se quemaron con la tostadora y con la plancha, se siguen regenerando, día con día.
Esas manos que saben acariciar, que mecieron cinco cunas, que tejieron kilómetros de estambre, que apretaron muy fuerte el crucifijo del rosario cuando la necesidad era grande, que palmearon los triunfos y las alegrías, que regalan una bendición en cada partida.
Esas manos todavía pueden dar un pellizco, a un hijo que se ponga sentimental en su cumpleaños, porque todos sabemos lo que le chocan las cursilerías. Esas manos, también, pueden propinar un manazo cariñoso; si osare un extraño intruso, profanar con sus plantas, el territorio sagrado y reciclable de: la cocina de “Doña Borre”.