Cuando tomé la decisión de casarme, me informaron que era un requisito indispensable saber mi tipo de sangre. Hasta ese día mis padres nunca habían mencionado cuál era, motivo por el cual acudí a realizarme la prueba correspondiente.
Sentí pánico. Siempre tuve miedo a las inyecciones, a grado tal que, cuando mi madre me inyectaba, en dos ocasiones, por lo mucho que tensaba yo todo el cuerpo y me movía cuando presentía el momento del piquete, rompí las agujas quedándose un pedacito dentro de mí. Entonces venía el regaño y después la lucha para retirarme el pedazo que se me había quedado clavado.
Tuve la suerte de que en esa ocasión me atendió un médico muy paciente… cada vez que yo veía que ya iba a introducir la aguja en mi brazo, lo retiraba pidiéndole que me esperara unos segundos. Esto se repitió unas cinco veces. El doctor no se desesperaba.
Llegó el momento en que le dije: “Doctor, voy a voltear hacia otro lado y entonces usted pica mi vena y extrae la sangre”. El me contestó que no tenía prisa, que para vencer el miedo yo tenía que ver fijamente cuando introdujera la aguja y que, después de eso, nunca más iba yo a tener miedo al piquete. Lo hice y el doctor tenía razón: ahora puedo observar y mantenerme tranquila mientras introducen la aguja en mi vena.
Lección: Aprendí a afrontar lo que me toca vivir. Ni me apanico, ni volteo para otro lado.
Pasados varios meses, cuando supe que estaba embarazada, decidí que mi parto sería con el método psicoprofiláctico; lo hice no por el miedo al piquete de la anestesia, sino por el bien de mi hijo. Durante los varios años que trabajé en los Laboratorios Upjohn, parte de mi labor era revisar que en el diseño de las etiquetas de cada medicamento, se incluyeran los efectos secundarios que podría causar.
¡No quería arriesgar a mi hijo a sufrir alguno de los efectos de la anestesia!
Convencí a mi esposo de que estuviera presente durante el parto y así compartir la felicidad de ver nacer a nuestro primer hijo. Aceptó y juntos tomamos el curso psicoprofiláctico.
Nunca dudé de que era la decisión correcta y que lo iba a lograr. Con mi esposo sucedía en forma diferente, ya que conforme se acercaba la fecha del parto, él me preguntaba si en verdad yo quería que él estuviera presente. Ahora el apanicado era mi marido, tanto, que cuando llegó el día tan esperado, él decía sentirse enfermo.
Una vez que ambos ingresamos al quirófano, mi adorado ginecólogo me dijo: “No te sientas avergonzada o derrotada… si el dolor es demasiado fuerte, de inmediato pídeme que te anestesie”. Le contesté que estaba segura de no hacerlo.
Efectivamente, los dolores fueron superiores a lo que había imaginado. El tiempo calculado para el alumbramiento se prolongó.
Mi marido cumplió su deseo de no estar al momento del nacimiento de nuestro hijo. Cuando el doctor anunció que ya comenzaba a verse la cabecita del bebé… ¡José Luis se desmayó!
Las razones por las que decidí enfrentar ese gran dolor del parto, fueron tres:
1. Me repetía: Si las mujeres indígenas o las que trabajan en el campo, muchas veces tienen a sus hijos solo deteniéndose de la rama o del tronco de un árbol, ¿por qué yo no voy a aguantar sin anestesia? Fue mi oportunidad para ponerme a prueba.
2. No quería arriesgar a mi hijo a que la anestesia, tal vez en exceso, le causara algún daño temporal o permanente. Años después, mi madre a los 53 años, murió con edad mental de tres, provocada por un exceso de anestesia. Más adelante, mi padre quedó descerebrado después de una operación tan simple como es la de cataratas, pero que le practicaron con anestesia general y no local.
3. Otra razón importante era la de creer que si, mi esposo y yo, tomados de la mano, vivíamos juntos ese precioso e importante momento, nada nos iba a separar.
Fue muy significativo que, a instantes de vivir juntos un acontecimiento tan importante como la llegada de nuestro hijo, mi marido NO ESTUVIERA PRESENTE.
¡Así continuó sucediendo a lo largo de mi vida!
Beneficios de haber afrontado ese dolor:
Mi hijo nació sano y vive sano.
Me dio valor para que, dos años más tarde, mi hija naciera de la misma manera.
A la fecha, afronto las anestesias que colocan los dentistas o los múltiples piquetes de afiladas agujas ( mis venas son muy delgadas, casi invisibles), cuando a través de la vida he tenido la oportunidad de donar sangre.
En cada ocasión, solo me pregunto: si aguanté dos veces el dolor de parto, qué no puedo soportar.
A lo largo de la vida y ante cualquier situación… lo más importante es la ACTITUD.
@gvirginiaSM
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