Mi escondite secreto, en las noches del cálido verano queretano, es el quiosco del Jardín Zenea. Cuando, al final de la jornada, los músicos guardan sus instrumentos y se van a descansar de una sabrosa sesión de danzones, todo queda en calma. Subo sigiloso, me hago bolita y disfruto de un sueño apacible. Suponía que nadie sospechaba de mi estancia ahí, hasta aquella noche en que apareciste. Tú presencia repentina me puso en alerta: entre gruñidos y exhibición de colmillos, intercambiamos olores. Al comprobar que no estábamos dispuestos al combate, movimos la cola en señal de amistad. Compartí mi espacio contigo. Después de todo, había lugar para otro perro callejero y no me venía mal un ayudante para hacer guardia.
Se me ocurrió llamarte Viernes, por ser el día que el calendario marcaba, pero recordé que alguien se me había adelantado, así que te llamé Remedo, por ser lo más parecido a un perro. Lo aceptaste resignado y agradeciste tu suerte, al enterarte de que a mí, me llaman Solovino.
Al salir el sol, nos metimos a bañar en la fuente de hierro. Una vez liberados de algunas pulgas y hedores acumulados, nos dispusimos a desayunar. Tomamos rumbo al mercado de La Cruz, escogimos las banquetas con sombra: en las otras nos ardían las patas. Al vernos, don Humberto despertó al compadre que dormía tocando en su ventana: “¡Señor, señor! ¡Ya levántate! Ya los perros buscan sombra”.
Quisiste husmear en un bote de basura, pero lo impedí a tiempo, algunos perturbados nos ponen veneno. En el mercado, la gente buena nos regala las sobras de su almuerzo cuando les hacemos ojitos pizpiretos. ¡Me encantan las gorditas de migajas con queso! con poca salsa, por favor.
Bajo la sombra de los árboles de la Plaza de Armas, escondidos tras las bancas, es muy entretenido escuchar las conversaciones de los paseantes. Me agrada el grupo de los jubilados, aunque últimamente me confunden. Cuando hablan de política, más bien parece que lo hicieran de la caja de cambios de un automóvil: que si el cambio fue de cuarta, que si fue de primera, o de plano, que metimos la reversa. Comienzan a enojarse y a levantar la voz; mejor buscamos otras sombras.
Las conversaciones de los turistas son agradables, me llena de orgullo canino lo que dicen de mi bella ciudad. Que los queretanos son muy limpios, que las calles del primer cuadro están libres de desagradables cables eléctricos. Que no hay semáforos en el centro y que la mayoría de los automovilistas son muy respetuosos al manejar. Me recuerdan que tenemos uno de los climas más benignos del país, escucho las comparaciones con sus ciudades y respiro aliviado por tener la suerte de vivir aquí.
Algunos de los perritos que sacan a pasear, con sus agudos ladridos, refrescan nuestra condición de indeseables hijos de perra. Esos engreídos aromáticos, que se consideran humanos o adornos, ignoran que cuando sus dueños los cargan y acarician tanto, solamente los confunden.
Olfateo en mi porvenir que alguna vez me atraparán las brigadas de rescate de perros callejeros, pero mientras esto sucede, disfruto las calles. Tengo miedo a ser sacrificado, esterilizado, o adoptado por alguien que acabe por confinarme en una azotea. Ignoro si será peor ese destino, que el de morir atropellado en Bernardo Quintana, o en 5 de Febrero. Anhelo caer en manos de una buena familia.
Temo a los fortachones perros policías, me gruñen encrespados. Por suerte, los contiene un bozal. A veces me dan lástima, prefiero estar flaco y pulgoso, pero libre. Sus custodios, hombres y mujeres, dentro de esos uniformes intimidantes cargados de armas y fornituras, inspiran respeto, pero transpiran miedo. La gente evade sus miradas, ven en ellos figuras para temer, o para corromper. La mayoría son buenos conmigo, o al menos, indiferentes. Son seres humanos que nos cuidan, que sufren, ríen, se enojan, que tienen miedos. Aquella madrugada, vi a uno de ellos disparar en contra de una sombra que huía y que pasó, en un instante, de ser ladrón a ser cadáver. Sobre la sangre que pisaban sus botas, vi al oficial derramar una lágrima, temblar, rezar. Poner cara de enojado cuando llegaron sus jefes.
Subo de nuevo a mi quiosco. Cuando el sol se pone en esta ciudad donde lo bueno es mucho mejor que lo malo. Los callejeros, los cruzados y los de pedigrí, estamos orgullosos de esto, aunque a veces se nos olvida. Nos quejamos de nuestra perra vida o nos ponemos muy perruchos.
POR: Rodolfo Lira Montalbán