En la inauguración de un temazcal, se hacen necesarios: un banquete, cuetes, ofrendas, la presencia de conspicuos personajes y un ramillete de lindas damitas que hagan las veces de madrinas, calidad indispensable para formar primeras en la fila de la inmersión y disfrutar, si se le puede llamar disfrute, al hecho de permanecer sudoroso y jadeante, mientras los sofocantes efluvios de las hierbas medicinales acometen nariz y poros.
Esta peculiar construcción, de dos metros por lado, que en náhuatl significa: casa donde se suda, (temaz: sudor y calli: casa) es usada con propósitos terapéuticos y para expiar pecados. Es voz popular que los inconvenientes bien valen la pena. Sus curativas emanaciones no admiten remilgos de orden confortable. Ante el calor y los ahogos, se hacen obligados: la creencia en la efectividad los rituales curativos ancestrales o el dárselas de mucho mundo.
El banquete inaugural transcurría, a la sazón, entre risas, chismes y “acá entre nos”. El hoyo de la barbacoa se abría ante la expectación y la salivación. Los comedidos meseros desquitaban apurados las propinas. El chocar de los vasos, el sorber de los caldos y el masticar de los chicharrones, armonizaban con la música de marimba que amenizaba la comida con la que el orgulloso anfitrión obsequiaba, magnánimo, a sus compadres, amigos y parientes.
El papel de china multicolor y las carpas, elegantemente dispuestas, batían el vuelo mecidas por el apacible viento. La ocasión era adecuada para el amor y para el accidental encuentro de extremidades curiosas, por debajo de las mesas, en cuya superficie lucieron sobrias la cubertería y la bisutería.
El “conjunto” comenzó a aporrear sus instrumentos. Niños corriendo, beodos y comadres, allegados y gorrones, cronopios y famas, todos en armonía rumbera, abrieron la pista de baile. Al fondo del patio, la poderosa imagen del temazcal emocionaba hasta al más apático. En el centro de la choza ceremonial, una hoguera con piedras ardientes esperaba a ser bañada con la infusión de hierbas medicinales, que debía ser administrada en forma precisa por el temazcalero. Los vapores producidos habían de llenar el lugar y con esto lograr que los cuerpos de sus ocupantes, preferentemente desnudos, abrieran sus poros para recibir los beneficios de las emanaciones.
Entre el aplauso general, las madrinas desfilaron en bata de baño, las domingueras, desde luego, e ingresaron a la vaporera. El dueño de la finca determinó que, bajo ningún concepto, permitiría que el chamán temazcalero gozara con las figuras de las madrinas en cueros, por lo que bajo la premisa: «El que paga manda» y no importándole las recomendaciones y hasta las súplicas, solicitó al operador que instruyese, con fuertes voces, a las ocupantes del interior.
En forma por demás inconsciente, empujado por su orgullo y por su pulque de alta gama, animó a la comisionada a probar la fuerza del artefacto, gritando desde afuera:
— ¡Usté échele sin miedo, mija!
En diversos foros, los más puristas guardianes de la tradición ya habían advertido al respecto de la temeraria utilización del método: “A lo güey”. Sin embargo, haciendo caso omiso a los clamores del angustiado temazcalero, la encargada de administrar sobre las rocas la infusión consideró grosero no obedecer los anhelos del anfitrión, y, desmesurada, vertió el contenido completo del cubo sobre el brasero.
Las leyes de la termodinámica, que hasta ese momento habían permanecido incorruptibles, actuaron violentas. Los grados de calor y humedad al interior de la instalación se tornaron insoportables. Tanto así que, huyendo en tropel, no importándoles ni las miradas, ni las buenas costumbres, las hirvientes damas salieron:
Completamente desnudas.
En fuga por entre las mesas, sus voluptuosos cuerpos cautivaron a algunos y sobresaltaron a todos. En su loca carrera, cayeron sillas, se ladearon mesas, tropezaron morbosos y resbalaron meseros.
Jaleas y jericallas, digestivos y cafés, volaron por los aires. Guisos y desaguisados, esparcidos por doquier. Disimulos aparte, se estiraban los cuellos, las bocas se abrían, los ojos hacían bizcos.
Exhibiendo un temblor de ocho grados en la escala de Richter, algunas damas, en salvaguarda del recato, de inmediato despojaron a las mesas de sus manteles, a fin de cubrir los vaporosos cuerpos de las prófugas. Por fortuna, esta era una fiesta de manteles largos. Con manteles de otras medidas, habría sido muy difícil su labor de censura.
No se tuvo a la mano un trágame-tierra-mómetro, pero, según lo atestiguaron el tío Casimiro y la tía Bruni, en las madrinas la medición debió ser altísima, considerando el carmín encendido de su rubor.