Como la vida es una aventura, en su trayecto de pronto nos vemos atrapados en situaciones en las que no quisiéramos estar, pero ahí estamos. Lo peor: generalmente sucede cuando nos encontramos a la vista de otros. El momento es bochornoso, chusco para quienes lo observan.
El que lo experimenta quisiera desaparecer, las manos le sudan, las mejillas se sonrosan. Una sonrisa forzada se dibuja en el rostro a manera de disculpa, como diciendo: aquí no ha pasado nada.
Hace unos días, esperaba en un restaurante a una amiga para desayunar. Acostumbro llegar antes de la hora acordada, en ese tiempo continúo la lectura del libro en turno. En esta ocasión, no pude concentrarme en él. La plática de unos jóvenes que estaban cerca de mi mesa resultó muy interesante.
El tema era una boda. Comentaban con expresiones de asombro, acompañadas de palabras que no me atrevo a escribir tal como fueron dichas, por no atentar contra los buenos usos y costumbres. De pronto, francas sonrisas llamaron la atención de las personas cercanas a ellos. Yo, no perdí detalle de lo ahí dicho.
Resulta que el ausente en esa mesa de caballeros, había sido el padrino de anillos en esa boda; llegó el momento en que todos los padrinos para la ceremonia matrimonial fueron requeridos por el sacerdote. Felices, luciendo elegante vestuario, realizaban la acción que les correspondía.
El sacerdote dijo: “Los anillos”. El padrino de las sortijas empezó a buscar en un bolsillo de su traje, los segundos se hacían eternos, y el estuche con las joyas no había sido localizado. Los novios volteaban desesperados, esperando que milagrosamente su amigo encontrara los anillos. El sacerdote, cuya paciencia no era su fuerte, expresó por micrófono: “Otro que olvida los anillos”. Diferentes onomatopeyas se escucharon en el templo.
“El pobre gordo estaba sudando, pensé qué se desmayaría”, expresó uno de los jóvenes. “Y, ¿qué pasó?”, dijo uno de ellos, que supongo no había sido invitado a la boda. “Que el padrecito ya ni la… a grito abierto dijo: ¡A ver, presten unas sortijas para que los novios se puedan casar!”.
Siguieron hablando del olvido del pobre gordo. Según la crónica escuchada, al terminar la misa, fue a su casa por los anillos, que sí estaban en un bolsillo, pero no del traje que traía puesto sino del que había comprado para tal evento, y que a última hora decidió no ponerse, porque los botones no pudieron llegar a los ojales.
Mientras escuchaba la risa de los jóvenes, recibí un mensaje de mi amiga disculpándose por el retraso, estaba atrapada en el denso tráfico. Dije que no se preocupara, ni se imagina lo que se perdió.
La aventura que escuché trajo a la memoria las veces en que me he visto en situaciones bochornosas, esos momentos en que uno quisiera ser invisible y desaparecer del lugar de los hechos; esta es una de ellas. Hace ya una respetable suma de años, cuando yo era una jovencita de dieciséis, caminaba a un costado de la Alameda Hidalgo de esta ciudad de Querétaro, cuando un fuerte ventarrón, nos agarró descuidados a quienes por ahí transitábamos. Tuvimos que hacer un alto y esperar que aminoraran las ráfagas del viento, pero esto no sucedió, la intensidad aumentaba; empecé a sentir miedo.
Ese día estrenaba un vestido cuya falda era muy amplia. En la primera tanda del viento, la falda parecía un globo, que a cada segundo se elevaba más; llegó una ráfaga tan fuerte, que levantó todo el vestido, parecía sombrilla, pero al revés. Me cubrió la cara. Desesperada, jalaba la ropa para cubrirme las piernas, pero era una misión imposible.
Llegó un momento en que estaba aterrada. No podía ver, ni caminar hacia un lugar para protegerme. Sentí que el fuerte viento ocasionaría una caída. Sabía que estaba cerca de los barandales, logré asirme a uno de ellos con una mano. La otra seguía esforzándose inútilmente en bajarme la falda de mi infortunado estreno de vestido.
Desconozco cuántos minutos duró ese ventarrón, pero a mí, me parecieron horas. Por fin, fui capaz de controlar el vuelo de mi ropa. Entonces pude ver que la gente estaba un poco asustada, algunas abuelitas se persignaban. Las calles se veían polvosas, con basura por doquier. Una vez pasado el susto, empezamos a caminar, la vida trataba de volver a la normalidad.
Los muchachos pudieron regresar a las andadas.
Algunos decían: “Lo vimos todo, tienes bonitas piernas”. Al escuchar esta frase, no me di por aludida, solo pensé que eran chicos mal educados. La siguiente intervención no fue de mi agrado. Se referían a mis prendas íntimas: “Son de color rosita, se te ven muy bien, y hacen juego con tu vestido”. En ese instante recordé que, efectivamente, me había puesto ropa interior en ese tono. Sentí que mis mejillas enrojecían, trataba de imaginarme cuánta gente me vio los de color rosita. Caminé lo más rápido que pude, para mezclarme entre la gente.
El trauma me duró algunos meses. Cuando alguien en la calle me veía, me inquietaba la idea de que fuera alguien de los que me vieron disfrazada de sombrilla.
Al paso de los años, puedo reír a carcajadas de lo sucedido, pero cuando lo experimenté, moría de vergüenza.