El sopor que da después de comer en una tarde calurosa y el vaivén de aquel tren, me arrullaron. Hasta el momento de perderme en mi somnolencia ya llevábamos ganado un poco más de la mitad del camino. El vagón iba lleno, por lo que nos tocaron asientos separados: mis dos hijos y mi esposa se acomodaron al frente, yo lo hice a la mitad. En alguna parada presentí en medio de mis sueños que mi voluminoso compañero de asiento, hasta ese momento grosso modo acomodado, descendía del tren y su lugar era ocupado por un pequeño niño de unos seis años de edad.
Al desperezarme pude notar que aquel pequeño traía puesto el mismo uniforme escolar que yo usé en mis lejanos años de infancia: zapatos negros bien boleados, pantalón con parche en la rodilla, negro, camisa blanca y corbata, negra también, suéter rojo con el escudo de la escuela con una estilizada paloma, sugiriendo la figura del Espíritu Santo. Peinado con fijador, mucho copete, mucha sonrisa, mucha energía.
De la mochila de aromático cuero idéntica a la mía de hace cincuenta años sacó una libreta Scribe de forma francesa. El nombre en la portada y el lápiz mordido con mis iniciales acabaron por inquietarme. Ese pequeño niño tenía un extraordinario parecido a mí. Seguramente me confundía con alguien familiar porque a pesar de no conocerme y de sentirse observado, permanecía confiado. Se concretó a saludar amablemente, abrir su libreta y pasar un buen rato mirando absorto la página en blanco. Quise ser amable, traté de comenzar la plática explicándole el significado de la palabra: “tocayo”, que en este caso éramos. A las preguntas de rigor solo me contestaba con monosílabos. Al fin solicitó mi ayuda: no se le ocurría ninguna idea para el texto que su maestra Araceli le encargó de tarea. El tema a desarrollar era: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”
Asombrado, le comenté que a mí me pasó exactamente igual: nunca supe a ciencia cierta lo que hubiera querido ser de grande y que a esta altura de mi vida aún no lo sabía, por lo que mi aportación no le sería de gran ayuda. Mi respuesta no lo dejó convencido y en espera de más explicaciones me miró fijamente. Mi inconciencia, que hasta ese día había permanecido más tranquila que el pobre venadito que habita en la serranía, me empujó a abrir el cajón de mi cerebro en donde guardo celosamente los consejos que nadie, ni mis hijos, me piden. Algo en mi interior me empujaba a no negarle mi ayuda.
Le dije que le fuera fiel a sus corazonadas. A mí, tal vez, me hubiese gustado ser arquitecto pero el miedo a las matemáticas me hizo desistir. El pequeño tocayo no perdía detalles de mi conversación y parecía confiar ciegamente en mí. Es curioso: la seguridad que me dio fue la misma que perdí cuando algunas personas, un psicólogo y hasta aquel sacerdote bostezaban con los relatos de mi biografía.
Lo que debes ser cuando seas grande es agradecido. Si lo eres con lo que te toque en la vida: con el cuerpo, la familia, la pareja, los bienes, las capacidades y la salud, no importando cuáles sean, los cuidarás y los cultivarás. Y si eres agradecido con lo que no te tocó, sabrás que esto fue por algo y no perderás el tiempo en desear tener, o ser, algo que esta fuera de tus capacidades. Te conviene aprender a respirar, como lo enseña el yoga, porque los problemas siempre te acompañarán y en los peores momentos, tal vez sea esto y tu fe lo único que te mantenga sereno.
Los buenos consejos no te los daré yo; ya fueron escritos por los filósofos y explicados por muchos que se han dado a la tarea de traducir estos principios en conceptos accesibles a los peatones. Yo tardé años en descubrirlos, lo único que puedo hacer por ti es tratar de ahorrarte esos años. A mí, por ejemplo, cuando tenía veinte años, la serie de libros del doctor Dyer: “Tus zonas erróneas”, me enseñaron a hacerme cargo de mi vida y a no culpar ni a los demás ni a mi suerte de mis desgracias. Más tarde, los pensamientos de Pierre Theillard de Chardin, me hicieron menos religioso, pero más espiritual. Hace poco vi por cuarta vez mi documental favorito de la tele: Minimalismo, de Joshua Fields y Ryan Nicodemus, me encanta su concepto de viajar ligero por la vida. Las redes sociales bombardean con infinidad de textos con consejos útiles. Para disfrutar la última etapa de la vida y tener una vejez tranquila y digna mi favorito es sin duda: Los años dorados.
El tren se detenía en la estación de nuestro próximo destino. En la parte más emotiva de mi discurso, mi esposa, quien me despertaba a sacudidas, se encontraba en el lugar en donde se supone debería estar mi atento discípulo.
A mi agitada pregunta: “¿Qué pasó con el niño?” contestó intrigada: ¿A qué niño te refieres?”. Me reveló que había estado hablando dormido y que por aquí no había visto a ningún niño. Mi insistencia fue despabilada con un sarcasmo: “Seguramente soñabas con tu niño interior”.
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