Varios factores se asociaron para que el acontecimiento de esa noche fuese inolvidable. Entre ellos: la expectación que provocó la llegada del circo al pueblo, la intención de presenciar el espectáculo por parte de los sobrinos de la joven novia y, el interés del novio que tenía pies. Con la ayuda de esas extremidades y de las que lo encaminaron, el enamorado llegó muy puntual a casa de su amada a las 6 de la tarde. Su propósito era cumplir con la ilusión de los niños, pero, sobre todo, con la de ella.
Llevar seis niños pequeños al circo no era empresa fácil. La entusiasta tía que, muy amable, se ofreció a llevarlos, se dio cuenta de esto después de escuchar las muchas recomendaciones y los puntuales consejos de sus hermanas. A punto estuvo de arrepentirse, pero, para su fortuna, contaba con el auxilio del imberbe novio quien, además de babear por ella, todavía no había aprendido los alcances y los efectos de la palabra: No. Al traspasar el umbral de la casa, una turba de chiquillos y chiquillas le hicieron perder dos equilibrios: el mental y el que lo sustentaba en el piso.
Ya más repuesto de la desbandada, procedió con los saludos de rigor. El que correspondía a la suegra fue breve. No así, el entusiasta saludo al suegro, quien ya le tenía echado el ojo al muchacho para reclutarlo en las filas de la familia. Para tal efecto, el aval de las cuñadas era amplio, cumplido y bastante. El del cuñado, frío y calculador.
Enfundados en sus pequeños abrigos, los niños desfilaron por la puerta tomados de la mano. Las libertades de las que podían gozar bajo la relajada vigilancia de los jóvenes tíos, ofrecían un mundo de posibilidades. Las miradas de sus centinelas estaban dirigidas a más románticas distracciones. Y las manos que los debían sujetar, se encontraban ocupadas en la galante práctica de la “manita sudada”.

Los cientos de focos que colgaban de la carpa fueron el aviso de que, al final de la calle, las emociones subirían de tono. Los niños emprendieron la carrera. Los tíos consumaron su captura. Con boleto en mano, salvaron la aduana del personaje que los solicitaba en la puerta. Un elegante frac de color rojo, alguna vez brillante, le daba una apariencia respetable.
Tres pistas, reflectores, animales exóticos, trapecio, payasos, equilibristas, un mago, hermosas amazonas en deslumbrantes atuendos, plumas, brillos. La música de la breve pero enjundiosa banda de viento, siempre a tiempo con un redoble de tambor que advertía de lo arriesgado del acto en turno. El aroma a camello, a elefante, a tigre, y a sus desechos intestinales, se confundía con el de las palomitas de maíz, con el de las manzanas cubiertas de caramelo, con el de los algodones de azúcar.
Arriba, en el graderío, lo duro de las tablas que servían como asiento era una cuestión de poca monta. Los cojines que se ofrecían a la renta fueron ignorados sin más. El presupuesto daba como ganador a un “hot dog” por sobre unas pompas en zona de confort.
Muchos artistas desfilaron por las pistas, muchas emociones obsequiaron, muchas risas provocaron los payasos. Era el turno del domador. Tres tristes tigres truqueaban en tres tristes tarimas. El látigo mantenía sometidos a sus más fieros instintos. Una vez y otra, bajaban y subían de sus tarimas. Aquellas formidables bestias salvajes quedaban reducidas a tiernos gatitos domésticos. Su hostigado orgullo no soportó más humillaciones. El líder del grupo, viejo tigre cansado de ejercer la profesión, decidió rebelarse esa precisa noche. Sus compañeros entendieron la señal de inmediato. Las desesperadas faenas del domador fueron ignoradas.
Para la mala suerte de la pareja de enamorados y de su banda de sobrinos, sus lugares se encontraban justo arriba del camino que los tigres decidieron que era el mejor para consumar la escapatoria. Entre gritos del domador, del público y los rugidos cada vez más cercanos, fue difícil entender la voz que desde el sonido ambiental pedía calma. La orden de permanecer inmóviles en sus asientos no fue acatada por la concurrencia. Entre la confusión, los tigres decidieron refugiarse bajo las gradas. Arriba de ellos, unos niños llorando se abrazaron a sus tíos con desesperación.
Domadores, payasos, equilibristas y hasta el señor que vendía chicles, dulces, chocolates y palomitas, sujetaron las redes que mantuvieron a raya a los rayados animales. Su valiente labor no fue lo celebrada que debería. El posible público aplaudidor, presa del pánico, estaba ya a varias cuadras de distancia.
Pasados veinte años de ese aterrador evento, los sobrevivientes novios, que ahora eran esposos y padres, al pasar frente a una impresionante carpa, no pudieron refrenar la curiosidad de su par de hijos por entrar a ver el espectáculo. No exentos de pavor ni de amor, les fue necesario romper el sagrado juramento de no volver a asistir a función circense alguna.
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