Se dijo a sí mismo: “Mí mismo, si Anthony Bourdain lo hizo, ¿por qué yo no?” Y no estamos hablando de pensamientos suicidas, sino sólo de sumar a la aventura de su vida las más variadas experiencias culinarias. Recorrió ciudades, mercados y pueblos del mundo en pos del anhelado sabor que llenara sus curiosidades gastronómicas.
En sus andares nutricios y de recomendación en recomendación, fue a dar al pueblo que lo vio nacer. Al pie de la sierra norte de Puebla y a la mitad de camino entre la gran Ciudad de México y las playas del norte de Veracruz. El pueblo de sus afanes y al que sus orgullosos pobladores insisten en llamar ciudad, porta el nombre de: Tulancingo, voz náhuatl que significa: “Detrás del Tule”.
Tules ya no encontró, pero sí muchos topes. Conoció la voz de la tribu automovilística que designa al territorio como “Detrás del Tope”. Este clan, son la raza dominante. Han llegado a someter las vialidades con tal maestría que estos impedimentos viales, que en cada esquina y a veces también a media calle las autoridades han instalado para tratar de contenerlos, les hacen “los mandados”. Tienen extraños modos de dar vuelta en “U”, pero una gran educación vial. Tan organizados están, que en las esquinas ceden el paso en forma alternada:
Ahora tú, ahora yo, ahora tú, ahora yo.
He aquí que nuestro gastronómico viajero se dejó conducir por un taxista local que lo llevó a recorrer toda la comarca. Quiso probar un platillo típico. ¡Y qué más típico que las tulancingueñas! Se dijo de nuevo a sí mismo: “Mi mismo, de seguro encontraré esta exquisitez en el mercado municipal”. Y ese derrotero fue el que solicitó al taxista.
Visitó todos los pasillos: interrogó al señor de la pollería, preguntó en la marisquería y en la verdulería, pero nadie le dio razón, ni le dio algún norte, ni satisfizo sus cuestionamientos. Por extraño que parezca, en Tulancingo nadie conocía las tulancingueñas. Al enterarse de que un forastero buscaba con ansia probarlas, la señora de la frutería quiso presentarle a su hermana, tulancingueña de nacimiento. Más la rolliza damita no fue del agrado del ambicioso buscador.
Escudriñó desesperado en cenadurías, en loncherías, en taquerías, en torterías y hasta en pizzerías, pero sus deseos permanecieron en carácter de irresolutos. ¡Eso sí!, conoció la variada cocina internacional que se ofertaba en estos establecimientos. Desde las tortas cubanas, las enchiladas suizas, las morelianas con pollo y crema y hasta las pizzas hawaianas. Platillos que ahí habían asentado sus reales y que, por increíble que parezca, en sus lugares de origen tampoco eran conocidos, observando el mismo destino que las extraviadas tulancingueñas.
En uno de tantos establecimientos visitados y ya en el umbral del empacho, no quiso dejar de conocer la comida dorada que se ofrecía en el menú. Neófito de los adjetivos en los que la cocina del pueblo es pródiga, llegó a suponer que el dorado de las viandas se refería al capricho de algún jefe del cártel huachicolero, quienes son famosos por dar un acabado áureo a sus autos de lujo o a sus armas. El irrisorio precio le hizo albergar suspicacias y al recibir su orden de tres tacos dorados a la mesa, conoció que lo dorado se refería a la cocción.
La búsqueda del sabor perfecto lo llevó a visitar todo tipo de restaurantes, fondas y mesones. Desde los más sencillos hasta los que ofrecían la gastronomía más selecta. Podía presumir después de su periplo, de ser todo un sibarita. Sin ser día de acción de gracias ni navidad, comió guajolote. Nombre con el que se designa a unas extrañas tortas fritas en manteca con una embarrada de frijoles en su interior y adicionadas con dos enchiladas verdes con pollo y queso.
Sin embargo, no podía encontrar aún ese sabor mágico que llenara sus sentidos. Cansado de indagar, quiso dar un receso a su búsqueda. Decidió visitar la casa de su madre, en donde no ponía pie desde hacía un buen tiempo. Los remordimientos y el amor incondicional fueron su motor.
Sentado a la mesa, percibió un aroma que lo subyugó. El vaporoso plato que ella le puso al frente contenía: chilito con huevo, frijoles negros de la olla con su epazote y una generosa porción de chilaquiles verdes. Al probar, no pudo contener la emoción y las lágrimas. ¡Ahí estuvo siempre el tesoro largamente anhelado! Sus papilas gustativas activaron memorias de su niñez. Esos sabores, el amor con el que se preparaban esos sencillos platos y el hambre con que él los comía al regreso de la escuela o de sus tardes de juegos, le hicieron revivir recuerdos imborrables.
Comprendió que no fue importante cuántos restaurantes visitó, cuántos platillos probó, si fueron excelsos o muy caros, ni las razones geográficas, culturales, ideológicas o climáticas de las cocinas en donde fueron preparados. Las texturas y mezclas de sus amores son las que tenía arraigadas desde la niñez en lo más profundo de sus recuerdos sensoriales.
A partir de ese día, insistió en que la excepcional cocina de su madre era merecedora de las tres estrellas Michelin.
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