No es por presumir, pero además de importante, modestia aparte, soy imponente. No soy capilla, ni parroquia, soy la Catedral. Mi construcción comenzó en 1528. Miles de palomas se han posado en mi cúpula, muchos soles me han iluminado, muchas lluvias han lavado mis muros, la neblina ha escondido mis campanarios y la nieve los ha blanqueado. Conozco varias generaciones de habitantes de esta ciudad y muchas de sus historias.
La que les traigo hoy es la de un niño, al que presentaron en mi pila bautismal en 1963. Por haber nacido el 7 de agosto, el santoral indicaba que debía llamarse: Cayetano. Pero le pusieron: Rodolfo, como a su papá. Sospecho que los inspirados abuelos, cuando eligieron ese nombre, degustaban en exceso la cosecha vinícola de 1930, al tiempo que leían la historia de un reno de nariz roja.
Mi título completo es: Catedral Metropolitana de Tulancingo. A unas cuadras de aquí, existen varias vecinas del mismo apellido: la panadería Tulancingo, la papelería Tulancingo y, entre otras, la ferretería Tulancingo, que ahora, en la batalla de los autos por adueñarse del territorio, se convirtió en estacionamiento. En su segundo piso, había unos departamentos donde vivía Rodolfito. Sus papás, empeñados en poblar esta nación, con el pasar de los años, me trajeron a otros dos niños y a otras dos niñas a bautizar.
Lo recuerdo cuando, aún pequeño, correteaba por aquí el día de su primera comunión, en el año 1970. Como alumno del colegio custodiado por las hermanas del Espíritu Santo, fue visitante asiduo a mis sagradas instalaciones.
Todos los hermanos, muy bañados y peinados venían puntuales los domingos, ansiosos por que la misa terminara pronto, para ir a comprar helados a La Floresta.
En las filas del coro escuché sus cánticos, mientras se distraía con las ejecuciones del maestro Barranco, organista y maestro de música. Unos años después, allá por 1976, seguía distraído, pero ahora con las lindas compañeras del coro de la secundaria, que lo traían de plano con la boca abierta.
Ese maldito día de 1984 en que mataron a su prima, Rosita, lloramos inconsolables. La familia y los amigos no cabían, ni bajo mi nave central, ni en el atrio. Todavía nos acordamos, todavía duele.
Una de aquellas chicas del coro, Ubalda, según el santoral y, Luz Elba, según sus padres, vestida de blanco como una reina, se presentó aquí, en la noche fría del día de San José de 1988, acompañada por familiares, amigos y madrinas, a cumplir con los trámites referentes al final de su soltería y la de nuestro personaje en cuestión. Recuerdo que hacía frío, porque a Rodolfito le temblaban las rodillas en el altar. Tengo agradables recuerdos de esta feliz pareja, se presentaron después, como padrinos de lazo, en varias celebraciones. Les perdí la pista por algunos años, cuando se marcharon a vivir a otra ciudad.
Con algunos kilitos de más, estos angelitos regresaron en 1991 con su primogénito en brazos. Le tocaba llamarse: Apolinar, pero, originales que son, le llamaron: Rodrigo. Por cierto, protagonizaron una escenita en esta Arquidiócesis. El encargado notarial en turno negó a la criatura las aguas bautismales. La razón: carecía de los documentos necesarios. Molestos, argumentaron que tampoco Jesucristo llevó sus papeles al río Jordán y, no obstante, Juan el Bautista no puso reparos. Lograron su propósito, pero no contaban con que el irritado oficinista, al final de la discusión, ataviado con los hábitos respectivos, se encaminó al púlpito y, en su papel de sacerdote, dedicó emotivos reclamos a los padres, delante de la feligresía y abochornados invitados que les acompañaron.
En 1994 llegaron con su segundo hijo: Diego. Esta vez con papeles. De verdad, no entiendo a estas familias que no conmemoran los onomásticos de los santos. ¿Qué trabajo les costaba llamarlo: Anatolio? Pero en fin, cada quien sus gustos.
Fue en el año 2017 cuando, en calidad de turistas, los volví a descubrir por acá, acompañados por una pareja de amigos. Interrumpieron la devoción de las beatas, cuando pasaron bobeando hacia los treinta metros de mis neoclásicas alturas. Abrieron hábilmente la reja, que impide el paso a la sillería del coro, para colarse y gozar de la música emitida por el monumental órgano, en primera fila.
Mi paciencia es mayor que mi orgullo, esperaré quinientos años o más, con mi santoral a mano, el bautizo de los descendientes de Cayetano y Ubalda, de Apolinar y Anatolio. Aunque a veces lo dudo; cada día se practica menos el arriesgado deporte de traer niños al mundo.