El tope de la esquina, con su silenciosa autoridad, obligó a Luz a bajar la velocidad, tanto del auto, como de sus pensamientos. Sus nervios, alterados a causa del pesado tráfico de la hora pico y de los problemas económicos que rondaban por su cerebro en su regreso a casa, la hacían presa del agobio.
La mitad del ingreso familiar dependía de su sueldo. El pago de la hipoteca y los gastos de la familia, no podían esperar.
Llegó a creer que la suya era la peor suerte, que nadie en el mundo sufría como ella. Sabía que, al llegar, encontraría a su esposo e hijos: indolentes, ajenos a su angustia. Esa imagen le resultaba decepcionante. Estaba harta de tomar una pastilla para dormir y café muy cargado, para despertar.
Un par de cuadras antes de llegar, la tenue luz del farol le permitió ver a una persona que atravesaba la calle. El gran parecido con uno de los amigos de sus hijos, le hizo poner más atención.
Al acercarse, bajó la ventanilla, saludó a ese joven que, como decía la abuela, se veía “de buena familia”. Su ropa, de calidad, pero muy sucia. Sus pies descalzos dejaban huellas de sangre en los adoquines.
Balanceaba rítmicamente su cuerpo, abrazándose con fuerza. Una avanzada noche del mes de enero no es buena para recostarse en una banca de cemento, descalzo y con una chamarra ligera.
—¿Estás bien?, ¿necesitas algo?
Era evidente: estaba mal y necesitaba todo. El joven contestó con amabilidad, dijo llamarse Arturo. Su voz reflejaba un nerviosismo fuera de control, que se confundía con el castañeteo de sus dientes.
Explicó que estaba perdido, que vino en busca de la hermana de su madre, pero que su tío, desconsiderado, no le permitió verla. Le gritó que no deseaba tener tratos con marihuanos.
Al escuchar esa última palabra, Luz, cautelosa, subió la ventana, dijo adiós con la mano y aceleró el auto para salir lo más rápido posible de ahí.
Los remordimientos no la dejaban dormir, no podía dejar de pensar en aquel muchacho. El viento frío, que soplaba tras la ventana, le arañaba el corazón. Su esposo, adivinando que algo pasaba, le preguntó la razón de su inquietud.
Condolido, se ofreció a llevarle al muchacho algo de cenar y la vieja bolsa para dormir que estaba arriba del clóset, acumulando polvo. Subieron al auto. En la farmacia, abierta las veinticuatro horas, le compraron un panqué con pasas y un refresco de toronja.
La siguiente noche, la escena se repitió. El muchacho ya no tenía la bolsa para dormir y sí tenía la presencia del velador del hotel de la esquina, que lo invitaba a desalojar el lugar.
Ella, indignada, bajó del auto mal estacionado e increpó al guardia. El hombre explicó que su intención era que el muchacho buscara un lugar menos frío para pasar la noche y le daba una receta a base de harina de maizena para sus pies llagados.
Con sendos nudos en la garganta, escucharon la historia del muchacho y de su padre, quienes, al morir la madre, quedaron a la deriva. Ella era la única que les administraba sus medicamentos. Ambos padecían deficiencias neurológicas hereditarias.
El padre, hundido en la depresión, perdió su fortuna. Encontró un falso alivio en el alcohol y las drogas. Con amor mal entendido, los ofreció a su hijo, en ese entonces adolescente, para alivianar su triste existencia.
El viejo sabio, don José García, se los había advertido alguna vez: “Si tu esposa quisiera cruzar una pared; espérala del otro lado”. En los días siguientes, Luz hizo suyos los problemas de Arturo, moviendo mar y tierra para encontrar a su padre, aunque sin éxito. Sin embargo, la familia del muchacho ofreció ayuda, aportaron algo de dinero y apoyo moral.
Gracias a los buenos oficios de Luz y sus hijos, Arturo fue internado en una casa municipal de asistencia. Hicieron una colecta entre amigos para su rehabilitación. Ahora, él come tres veces al día, duerme bien y se baña con agua caliente. Toma sus medicamentos en forma puntual. Después de haberlo perdido todo, esas mínimas posesiones lo hacían valorar más la abundancia, que cuando era millonario.
Para ella, conocerlo puso las cosas en perspectiva. Sus problemas, comparados con los de Arturo, eran en realidad minúsculos. Entendió que hacer a un lado el egoísmo, para dar ayuda desinteresada a los que en verdad la necesitan, fue el mejor camino posible para agradecer su suerte y alcanzar una vida plena.
www.paranohacerteeltextolargo.com
Twitter: @LiraMontalban