jueves, marzo 23, 2023

Amor de estudiante – Teresita Balderas y Rico

Alondra se levantó de buen humor, dispuesta a disfrutar de la vida. El día era espléndido. Se prometió que saldría a desayunar a ese acogedor restaurante, donde hacen pan casero y el café como a ella le gusta: un poco cargado.

Saludó a unos clientes asiduos, sacó un libro de su pesado bolso y se puso los lentes para leer El Italiano, novela de Arturo Pérez Reverte. Cerca de su mesa llegó un joven con un libro en la mano: Todos los miedos,de Pedro Ángel Palou. Alondra se alegró, la mayoría prefiere el celular. El chico saludó sonriente. 

─¿Nos gusta la lectura, ¿verdad?

─Sí, es mi actividad preferida ─respondió Alondra.

─Soy Daniel García Torres. ¿Me permite acompañarla en lo que llegan mis amigos?

─Por supuesto, Daniel. Es un placer ver a jóvenes leyendo un libro. 

Cada uno expresó las impresiones del libro que estaba leyendo. Alondra escuchaba feliz la elocuencia de aquel singular lector de libros en formato físico.   

Los grandes momentos duran poco, pero se conservan por largo tiempo. Los amigos de Daniel llegaron, la conversación terminó.

El otoño tiene para Alondra un significado especial. Al terminar su desayuno, se encaminó al parquecito con grandes árboles y cómodas bancas. Le gusta observar el colorido del follaje. El verde limón, amarillo, naranja rojizo y el marrón en diversos tonos.

El lugar de su preferencia estaba desocupado. Se encaminó hacia él y se dispuso a continuar la lectura.

Un viento otoñal originó una danza multicolor con el follaje de los árboles, una hoja de color marrón cayó en su libro abierto. La banca y el piso a su alrededor, habían quedado alfombrados con hojas de tamaños y colores diversos. El destino estaba jugando con sus recuerdos. El bello tapete vegetal tendido a sus pies trajo al presente aquella época de estudiante. Habían pasado muchos años y, sin embargo, las imágenes de aquel amor permanecían nítidas en su mente.

Era otoño, el semestre había terminado. El colegio era un huracán de emociones, los jóvenes se despedían de México.

La noche anterior había sido la ceremonia de graduación. En su habitación, Ernesto empacaba, el retorno era inevitable. ¡Qué rápido pasa el tiempo!   

Parecía ayer cuando lo vio por primera vez saliendo de la biblioteca central. Casi chocaron, era su primer día de clases y aún no localizaba el aula asignada.  

Fue uno de esos encuentros que sólo se dan una vez en la vida. Los jóvenes se miraron unos instantes, parecía que se conocieran de muchos años. Empezaron a hablar rápido y al mismo tiempo, la comunicación fue un desastre. Él buscaba el aula correspondiente a su especialidad, pero se le olvidó cuál era su número. Alondra conocía dónde se ubicaba, pero como estaba nerviosa, no pudo orientarlo. Después de este chusco incidente, la mayor parte del tiempo lo pasaron juntos. 

Ellos cursaban diferentes especialidades, pero tenían materias en común. Vivir la vida durante los cuatro semestres de la especialidad, había sido una real aventura.

Aun reconociéndose como almas gemelas, sabían que su amor no sería para siempre. Vivieron intensamente cada minuto. En conferencias, conciertos, deportes o reuniones importantes, estaban presentes. Sabían disfrutar de su tiempo libre.

Sus amigos creían que ese amor terminaría en matrimonio, incluso hacían apuestas; unos pensaban que Ernesto se quedaría en México y otros decían que Alondra viajaría a Singapur. Sólo la pareja sabía la realidad. 

Ella no había podido dormir, pero llegó puntual a la cita. Acordaron despedirse en la universidad, terminarían ahí la relación que un día vieron nacer. Sus miradas fondearon las almas, y el acercamiento corpóreo, permitió que sintieran los latidos del corazón. Las manos de Alondra dejaron lentamente las de Ernesto. La hora del adiós había llegado.

Ella caminó por los jardines del colegio. Ernesto abordaría el autobús que llevaría a los estudiantes extranjeros al aeropuerto. Alondra salió a la calle y vio al trasporte estacionado. Algunos estudiantes, entre bromas y cantos, empezaban a abordarlo. Ella buscó a Ernesto, no estaba. 

En ese momento tuvo la certeza de que no lo volvería a ver. El sentimiento doblegó al razonamiento y su espíritu se rebeló. Se negó a cumplir con lo pactado. 

Alondra abordó un taxi diciendo: “Al aeropuerto por favor y que sea rápido”. El conductor contestó sonriendo: “Lo que usted mande, señorita”. 

La luz roja de cada semáforo le parecía eterna. El operador observó la angustia reflejada en el rostro de la chica, y para tranquilizarla le dijo:

─No se preocupe, llegaremos a tiempo.

─Espero que así sea ─respondió ella. 

La mitad del trayecto transcurrió sin mayores contratiempos. Los latidos del corazón de Alondra empezaban a normalizarse. De pronto todo cambió, se encontraron con una manifestación, como hay tantas en la Ciudad de México. “¡Malditas marchas, pónganse a trabajar!” gritó Alondra.  “Sáqueme de aquí” le exigió al taxista, al borde de la histeria.

─¿Qué le pasa, señorita? no se vaya a infartar. ¿Va a recibir al novio?

─Lo voy a despedir, y tal vez no lo vuelva a ver. Debo llegar al aeropuerto ─ respondió Alondra. 

─Ay, Dios, el amor y sus locuras, ahora sí me la puso difícil, ¿por dónde paso?

─¡Puede brincar el camellón, no está alto!

─Me van a multar ─dijo temeroso el taxista.  

─No se preocupe, pagaré la infracción.

─Llegaremos a tiempo ─ prometió el taxista.

Desde un lugar estratégico, Alondra observaba a Ernesto. Sin verla, él sabía que su amada estaba ahí.

Él volteó y le dirigió una dulce mirada. Entonces, ella comprendió que todo lo que habían vivido había sido real. Su amor siempre sería único, en su tiempo y espacio. Sus vidas tenían otros caminos, que habían sido trazados con anterioridad. La historia de ese amor sólo moriría el día en que ellos dejaran de existir.

Un nuevo viento trajo al presente las emociones de Alondra. Miró al parque cubierto de hojas, guardó la que había caído en su libro. 

No cabe duda: los recuerdos alimentan el alma. Alondra se veía radiante. 

Una brisa primaveral había entrado en el otoño de su vida.  

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