A los doce años de edad, su fuente de ingresos dependía en todo del dinero que su padre le daba los domingos. Durante semanas, ahorró. Evitó gastar su pequeño capital en la tiendita de la esquina, como lo indicaba la gula. Nada de pastelillos, de frituras ni de bebidas gaseosas. Nada de chicles, chocolates, ni de dulces tentaciones.
El producto de su disciplina y de sus sacrificios estaba escondido en la zapatera. Unos calcetines fueron el camuflaje de sus caudales. Su meta era clara: comprar la camiseta del equipo de futbol de sus pasiones. El escándalo que causó la noticia de su precio en la última comida familiar no fue impedimento para concretar sus planes. Un amor así, traspasa fronteras, derriba muros, paga lo que se tenga que pagar.
Varios domingos tuvo que esperar. A varios sustos se sometió al ver acercarse a sus hermanos en forma subrepticia al escondite. Sólo faltaba un domingo, sólo un poco más. La camiseta de sus sueños estaba a su alcance. Esa mañana muy temprano, despertó a su padre. La noticia de que era domingo, de que era muy temprano y de que era urgente el pago de su muy bien ganada compensación alertó a toda la familia. Sus calificaciones eran impecables, su comportamiento sin tacha, su higiene y el orden de su habitación: irreprochables. Sus exigencias: inatacables. La tienda oficial del equipo abría a las diez de la mañana. Lo distante que estaba la casa del centro comercial, no fue pretexto.
Fueron los primeros clientes de la tienda, fueron los primeros en el estadio formados en la fila de los boletos para el partido de ese día. La sonrisa de ese niño estrenando camiseta era un asunto imposible de echar a perder. Pero los planetas se alinearon, las fuerzas del mal se confabularon y lo laxo de la vigilancia policial contribuyó a la anarquía en el estadio. Casi por terminar el partido y con el marcador en contra, los ánimos se encendieron, las reclamaciones de la tribuna subieron de tono, los insultos comenzaron a ser intolerables. De las amenazas se pasó a los golpes, y de ahí a la crueldad. Los porristas y las barras bravas echaron todo a perder: el partido fue suspendido.
Familias huían de la turba brincando y tropezando sobre las butacas. Su pecado: portar el uniforme del equipo contrario. Su solución inmediata: deshacerse de él. Para el niño que los vio pasar asombrado, estrenar la camiseta del equipo local de sus amores era un asunto prioritario, pero de mayor prioridad era ayudar. Una joven señora, de no mal ver, corriendo con el torso descubierto fue algo imposible de aceptar para él. Sin pensarlo mucho, se despojó de su amada camiseta y se la ofreció. No lo supo hasta después, pero con su acción, la salvó de ser golpeada por la turba que la perseguía.
Alterados por el alcohol, las drogas y por la pasión enferma, falsos aficionados reinstalados en bestias, atacaron en pelea campal y sin piedad a los seguidores del equipo contrario. Inocentes recibieron también los golpes. Tirados en los pasillos, perseguidos en la cancha, apaleados en el estacionamiento, muchos con golpes contusos, sangrando, otros inconscientes, con las costillas rotas algunos, terminaron ese día en una cama de hospital y con pronósticos reservados. Y los agresores: orgullosos de ver a su fama pública pasear en las redes sociales.
Al siguiente día, las autoridades, ausentes en esa endemoniada tarde, resolvieron como medida precautoria vetar el estadio, multar a los dueños del equipo, impedir a las porras salvajes la entrada para los próximos partidos. Ese fue su concepto de aplicar toda la fuerza de la ley. En su euforia justiciera, no pensaron nunca en las verdaderas víctimas de sus decisiones. Los jugadores y el equipo técnico quedarían sin empleo. Los aficionados no tendrían el derecho de asistir al estadio en la próxima temporada. Las familias que vivían de la venta de camisetas, de cervezas, de hot dogs y de refrescos y que para ellos representaba un importante ingreso extra, se quedarían sin él.
Los culpables, homicidas en grado de tentativa, no fueron más de treinta, pero los que pagarían los platos rotos serían miles. Entre ellos, muchos niños y muchos aficionados que sin deberla ni temerla liquidarían la deuda. Si el agua con la que se baña al niño está sucia, hay que tirar el agua, y al niño.
Por conducto de las redes sociales, la agradecida señora dio con el paradero de su pequeño aficionado salvador, quien, feliz, recuperó su camiseta. Lo que ya no recuperaría, sería la ocasión de lucirla en el estadio, ni la tranquilidad de asistir con su familia a ver jugar a su equipo. Alguien con amnesia o con pesados motivos económicos olvidó disolver para siempre a esos salvajes “grupos de animación”.
www.paranohacerteeltextolargo.com
Twitter: @LiraMontalban