Mis acuerdos con la vida son como una fiesta de disfraces: a veces alegres y vistosos, otras tristes y fúnebres. Al adentrarme en una conversación con ella, un diálogo, e igual un monólogo, la vida es como una compañera inseparable. Le digo que ni cuando estoy triste se me ocurre acabar con ella. Soy optimista, no muy rosa porque la puedo pasar mal, pero tengo confianza en los demás y sigo siendo una creyente escarmentada en el amor.
Existo en un mundo iluminado en una libertad ganada a pulso y esfuerzo a mis años. Tengo una rara emoción de cavilar todo el tiempo lo que he vivido; al principio tiemblo, me da espanto. Luego lo combato tranquilizándome con mis recuerdos de momentos amorosos.
Al adivinar que el tiempo que me queda se empieza a encoger, me cuento mi propia historia, convoco y enfrento a mis ángeles y demonios sin perturbarme. Y quedo en calma, al frente de mi propia vida, sintiendo la paz de las mujeres que olvidan su destino y todo lo que aún no sucede.
He tenido periodos que pasaron como el tiempo de las estrellas brillando y opacándose, con amores llenos de placeres y pena íntima, con esto reúno suficiente vida para escribir este texto y quizá otros más.
Sor Juana Inés escribió un poema del que hago una paráfrasis, en palabras que me vienen como anillo al dedo: “Ahora gozo sin temor al Hado, el curso breve de mi edad lozana y otoñal, pues no podrá la muerte del mañana quitarme lo que hoy he gozado”.
Una noche, en mi estudio, contemplé el paisaje desde la ventana y vi a la luz de la luna unas torcacitas enamoradas, acurrucadas en su nido entre las ramas de un mezquite verde y frondoso que minimiza lo duro del adocreto en el patio. Recordé mis instantes eternos de luz de luna y brillo de estrellas, que hacen resplandecer mis ilusiones.
Mi vida es una novela como la de muchos. Me pregunto: ¿sucederían los hechos de esto que escribo y como lo cuento? No lo sé a ciencia cierta, de esto algo decía el escritor Gabriel García Márquez.
La vida es dura y ante los problemas no cabe sino juntar los labios y seguir adelante silbando una canción. Mi religión pregona: “Este mundo es un valle de lágrimas”, pero mi fuerza interna me dice que el amor es un antídoto, que debo pasarla bien y sin culpa.
Ahora he descubierto en la escritura una memoria selectiva, para recordar lo bueno, con prudencia lógica para no arruinar mi presente, y optimismo desafiante para encarar el futuro. Tengo espíritu de servicio para los que me necesiten, y si a veces no puedo tolerar a algunas personas, me refugio en mi casa y libros para no estropear mi salud física y emocional.
Mi acuerdo más importante con la vida, realizado a los cuarenta años, fue tener casa propia, llena de amor, con mis hijos. Esa casa es mágica en cualquier lugar en donde yo la invento, según mis necesidades: clausuro algún espacio haciéndola pequeña y acogedora para mí, se expande cuando siente el amor y amistad de mis amigas, comiendo, cantando, bailando, disfrutando de una hermosa convivencia, quedando en mi corazón su amistad, que reconforta mi soledad.
Algunos días entra a esta casa el amor acompañado de la pasión, adueñándose de mi alma y mi cuerpo rotundamente y sin tregua, invadiéndola con luz de fuego y lujuria inimaginable. El mal ha sido expulsado de mi hogar por el amor, me libera de pesadillas pasadas y hace descansar mi cuerpo, reconfortándome el alma.
“El amor es un rayo que nos golpea de súbito y nos cambia”, escribió Jorge Amado. Así me ha pasa con mis amores y desamores en el transcurso de los años, sin arrepentirme de lo malo ni de lo bueno. No juzgo mis amores ni los ajenos, cada quien es responsable de sus actos y sentimientos, en mi vida he hecho varias locuras por amor, y quién sabe si haré más antes de morir. A veces no sabemos qué pasa a puertas cerradas con otras familias, a diferencia de la mía, donde todo sale a la luz.
El otoño es la estación dorada del año, y también la edad en la que se va dejando de ser joven. Estoy entre el otoño y el invierno de mi existencia. Los años transcurren muy rápido, por eso disfruto más cada día mis arrebatos gloriosos, y los saboreo en cuerpo y alma.
“Cuando a alguien le falta el amor, sus palabras suenan, pero no acarician”, escribió un autor cuyo nombre se perdió en el tiempo.