domingo, diciembre 22, 2024

Acciones que marcan la vida – g.virginia SÁNCHEZ MORFÍN

Mi abuela materna, quien era extremadamente católica, vivió en carne propia la violencia y asesinatos cometidos durante la “Guerra Cristera” (1926 a 1929). Esta fue entre gobierno y milicia contra católicos, que se resistían a aceptar la Ley Calles, que proponía limitar y controlar el culto católico. 

Ella y sus hijos, incluyendo a mi madre a sus cinco añitos, vieron cómo a mi abuelo, por encontrarlo dando la comunión a los presos, le quitaron la vida arrastrándolo de un caballo. 

A las pocas semanas, quemaron el rancho en el que vivían en Cotija, Michoacán. 

Al no tener forma de sostener a su numerosa familia, mi abuela regaló a cada uno de sus hijos, enviándolos en tren a la Ciudad de México para vivir con familias que deseaban adoptar a alguno de ellos. Hubo hermanos que nunca se volvieron a encontrar. 

Quiero creer que esa fue la razón por la que mi abuela fue poco cariñosa, tanto con sus hijos, como con sus nietos, incluyéndome. 

Cuando nos visitaba, se dedicaba a asustarnos diciéndonos, entre otras muchas cosas, que el fin del mundo estaba muy próximo. 

Como nuestra casa estaba cerca de un campo de golf, había muchos árboles y por lo tanto, plagas de insectos.

Cuando, al atardecer, una inmensa cantidad de mosquitos se pegaban a las ventanas, mi abuela nos decía: “El fin del mundo esta próximo, esta es una de las plagas que lo anuncia”. Acto seguido describía los horrores que se iban a vivir. Con voz amenazadora relataba lo que iba a suceder durante un terremoto: “Las luces no van a prender nunca más, todo va a ser obscuridad, se van a ver relámpagos rojos en todo el cielo, las paredes van a tronar fuertemente antes de caerse”. 

Yo vivía aterrada. Continuamente observaba los candiles de la casa para ver si se movían, ya que esto era señal de un temblor. Si había mosquitos, de inmediato recordaba que eran aviso del fin del mundo. 

Mi recámara era la última habitación de un largo pasillo. Esta tenía dos ventanas con persianas enrollables, no de tela.

Una noche, cuando todos en casa de mis padres ya estábamos dormidos, comenzó un terremoto de alta magnitud.

Cuando aumentó el movimiento y traté de prender la lámpara del buró, ya no había luz. Las paredes crujían fuertemente, se escuchaba cómo los candiles pegaban en el techo y los prismas hacían tremendo ruido al desprenderse y caer, todas las copas de la vitrina del comedor se rompían contra el suelo, las persianas se mecían de lado a lado y cuando un tramo de la ventana quedó al descubierto, se vieron relámpagos de color rojo intenso. 

Logré incorporarme para salir corriendo en busca de mis padres, quienes, por más que les había gritado, nunca acudieron a calmarme. La pesadilla continuó, jalé y jalé la puerta, que no se abrió… se había trabado. 

¡Estaba segura de que, como decía mi abuela, era el fin del mundo!

Cuando el terremoto terminó, al fin pude salir de mi habitación y reunirme con mi familia, vi el desastre que el siniestro causó y lloré como nunca lo había hecho. Mi padre me explicó que las luces rojas que tanto me espantaron, eran cables de luz que las producían al chocar uno contra otro. 

Esta terrible vivencia provocó que perdiera yo un año escolar, ya que lloraba muchas veces el día, no comía, vivía atemorizada de todo y por todo, dormía muy poco. 

Mis padres me tuvieron que llevar al doctor con la esperanza de que algún medicamento me calmara. Afortunadamente, funcionó la medicina homeopática que me administró el médico. También estuve en tratamiento terapéutico durante varios meses. 

Nunca supe, ni sabré, si el actuar dañino de mi abuela era como una venganza por todo lo que le había tocado sufrir o si en verdad estaba convencida de que pronto sería el fin del mundo. ¿En verdad existieron en esos tiempos las abuelas dulces y consentidoras o solo las pintan así en los cuentos y las novelas? La mía, solo me contaba relatos de terror. 

Aprendí y comprobé que las palabras que expresamos pueden tener, para toda la vida, un efecto constructor o destructor. ¡Aunque parezca irrisorio, esa fue la aportación positiva que recibí de mi abuela!

A lo largo de muchos años, tomé varios cursos referentes a cómo controlar los miedos. Estos me ayudaron, pero cuando el destino me puso a prueba, desafortunadamente comprobé que, llegado el momento, me seguía invadiendo un temor irracional. 

¡En una ocasión, durante un fuerte terremoto, por mi peligrosa y tonta reacción, casi pierdo la vida!

 Cuando decidí abrir una agencia de servicios y relaciones públicas, sin tomar en cuenta mi terror a los temblores, renté una preciosa casa antigua de tres pisos en una de las zonas en las que más se sienten: la colonia Roma. Mi oficina era la única que se encontraba en el piso superior. 

A los pocos meses, durante las horas de trabajo, comenzó un fuerte temblor con el ya conocido tronar de paredes, movimiento de persianas y lámparas y algo adicional: los gritos del personal de la empresa. 

Olvidé todo lo aprendido en los cursos, perdí la calma, me quité los zapatos de tacón alto, bajé la escalera aventando a quien encontraba en mi camino, salí a la calle y me paré descalza abajo de la banqueta para evitar los postes y cables que se agitaban. 

No reparé en que la camioneta blanca de los vecinos, aparentemente estaba estacionada sin freno y empezaba a avanzar hacia mí. El contador me gritaba que me subiera a la banqueta, pero yo no entendía el porqué. No me moví y …

g.virginiasm@yahoo.com

@gvirginiaSM

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