domingo, diciembre 22, 2024

Abstinencia – Rodolfo Lira Montalbán

“Aunque me hinque, no me des ni un cigarro. Te regalo esta caja, todavía tiene unas siete cajetillas, son todas tuyas. Te lo digo muy en serio: todas tuyas”. 

Esa fue la tercera vez que intenté dejar de fumar. La primera y la segunda fueron estrepitosos fracasos. Laurita, la recepcionista, incrédula, me preguntó varias veces si mi oferta era seria. Aunque estaba prohibido fumar en la oficina, nos encontramos muchas veces fumando a escondidas: en el baño, en la banqueta, en la terraza, en franco descaro en la cena de fin de año. Nunca hubo denuncias, varios compañeros fuimos cómplices de vicio. Profanamos la regla siempre que se pudo. Para un fumador empedernido no hay impedimentos. Es inútil establecer límites al vicio y a las frases ingeniosas que engañan a la falta de voluntad: “No es difícil dejar de fumar: yo dejo de fumar unas diez veces al día”. 

Acaso tendría unos diecisiete o dieciocho años cuando probé mi primer cigarro. Grave error. Quitarme el vicio me tomó muchos años y muchos intentos. Cuando el consumo llegó a una cajetilla diaria, apareció la persistente tos mañanera como aviso de que era tiempo de pagar la factura. Cuántos malos ratos, cuántas mañanas carraspeando, cuánta comida sin sabor. Qué lamentos y qué arrepentimientos, cuánto cuestionamiento. Dinero gastado, salud mermada. La penosa gestión de un aliento maloliente. 

Fui fumador. Entiendo de consejos, de advertencias; entiendo de lástima, de fastidio. En mis peores momentos, nada me hubiese hecho entender. Ni consejos, ni sermones pastorales, ni homilías dominicales, ni encíclicas papales. Nada.

De algo nos tenemos que morir. ¿O no? 

Dejar el vicio es cosa seria. Un familiar querido en su lecho de muerte padeciendo los infiernos del enfisema pulmonar podría ser un buen motivo. No lo fue. El cadáver de la vecina tirado en la alfombra conectado a su máquina de oxígeno, derrotado, tampoco lo fue. Despertar con dolor de cabeza, con aliento a drenaje: mucho menos. El asqueroso olor del cenicero ya no representaba molestia. Nada conseguía hacerme entender. 

Seguí mi camino con una estela de humo detrás, seguí evitando a aquellos que me recordaban las consecuencias. Fumé en los espacios que iban quedando libres del escrutinio público, de los anuncios de “No fumar”. No era indigno, no había castigo, no había remordimiento. Era mi problema.

Hace más de veinte años que no sé nada de aquellos compañeros de la oficina. Uno de los recuerdos que guardo de ellos, fue el de esa tarde en la casa funeraria, el de aquella cajita blanca, estuche mortuorio de una pequeña bebé malograda por la muerte de cuna. Su madre, compañera a quien prefiero no mencionar, desconsolada, siguió fumando. Mi más sentido pésame, mi más sentida impotencia. 

Pequeña bebé de la cajita blanca, tal vez tú fuiste mi inspiración, si puedo llamarla así. Fuiste mi miedo, mi remordimiento. ¿Nadie experimenta en cabeza ajena? La mayoría de las veces no, es cierto. Pero la imagen de esa desolación, de esas lágrimas, de ese coraje, me afectó, me afecta.

“En serio, son todos tuyos. Ya estuvo bueno. Tengo que ser más fuerte que un pinche vicio”. Se lo dije, y antes de terminar de decirlo, ya estaba arrepentido. Le regalé a Laurita mis últimas cajetillas. Apagué mi último cigarro, victoria muy personal, pero no definitiva. Sé muy bien que puedo volver a caer. “No gracias, no fumo”. “No te preocupes, no me molesta”. “Adelante, fúmalo aquí adentro”. Frases de cortesía que hoy, veinte años después, domino. 

Qué difícil fue el primer año, los primeros meses. Qué inalcanzable parecía lograr la meta de la primera semana, del primer mes. La compañía de un buen café, el relajamiento de unas copas. ¿Sin cigarro? Impensable. “Después de un taco, un buen tabaco”.

La goma de mascar con sabor a yerbabuena fue de ayuda. Fumar un habano fue un remedio temporal. Pero el sabor de boca al otro día, de algo muy parecido a la mierda, sirvió para desecharlos por improcedentes.

            Eran los años en que la idea de fumar no me parecía una amenaza, como tampoco lo era para la mayoría de las personas. Se podía fumar en cualquier parte: en restaurantes, en aviones y hasta en hospitales. Era muy fácil caer en el vicio. Era socialmente aceptado. En las pantallas chicas y grandes, nuestros ídolos nos lo hacían ver como algo elegante, mundano.     

Me entero de que, a partir de ahora, por disposición oficial estará prohibido fumar incluso en algunas calles, que los aparatos de vapor que simulan el efecto de la nicotina también estarán proscritos. Me libré a tiempo del vicio. Fumé en la época buena para hacerlo. Hoy es penado, mal visto y mal olido. 

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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