Cuando la prima ya dominaba el zangoloteo provocado por el autobús de pasajeros procedente de la Ciudad de México con dirección a Querétaro. Cuando ya estaba resignada a inhalar el aroma de la torta de chorizo con huevo que comía la pasajera ubicada a sus espaldas y el de la tinta para calzado que emanaba de los brillantes botines del caballero del asiento de enfrente.
Cuando estas molestias ya estaban toleradas e impregnado en sus ropas el aromatizante de ambiente que, esparcido en la cabina, atacó inclemente a su extenuada nariz, una nueva amenaza, además de la insufrible música de “banda” que se colaba por la puerta de la cabina del chofer, gravitaba en torno a sus oídos: el tormento de soportar a su compañera de asiento, la misma que agandalló el lugar de la ventanilla, y que arremetía una y otra vez con su interminable perorata.
La táctica de: “hacerse la dormida”, funcionó a la prima viajera en forma temporal desde Polotitlán hasta unos pocos kilómetros después de pasar por la caseta de cobro de Palmillas, pero en las inmediaciones de San Juan del Río, las eternas obras de mantenimiento de la carretera sacudieron al camión. Abrió los ojos con espanto y dio al traste con el plan. Hasta ese momento, fingir había sido lo mejor después de varios intentos de ignorar a doña Pueblito. Nombre propio, que su vecina portaba con orgullo y devoción por ser natural de Corregidora, uno de los municipios que conforman la zona metropolitana de Querétaro que, para alivio de la prima, se encontraba cada vez más cerca.
La Virgen del Pueblito, patrona del municipio, fue de inspiración al momento de escoger el nombre de pila de esta vivaracha corregidorense. Su atuendo deportivo, compuesto por cómodos pants y zapatos tenis, lo remataba un floreado delantal que daba al conjunto una imagen práctica, desgarbada desde un punto de vista escrupuloso y con ausencia total de elegancia según los estándares de la moda que, dicho sea de paso, a doña Pueblito la tenían totalmente sin cuidado. Se evidenciaba una mayor importancia a la alegría que al buen gusto.
Como todo equipaje, se auxiliaba de una práctica caja de cartón que alguna vez transportó huevo, amarrada con mecates y acomodada con destreza en el maletero arriba de su cabeza. Haciendo caso omiso al peligro de caída libre de ella y de ese pesado bulto sobre los demás pasajeros, doña Pueblito encontró el equilibrio y también el lugar en esas alturas para acomodar un gran sombrero de paja tocado con moño multicolor. Techumbre sobreviviente a las inclemencias del tiempo a las que fue sometido durante la extenuante caminata de más de una semana que, partiendo de Querétaro, supuso la visita al santuario de la Virgen de Guadalupe al pie del cerro del Tepeyac, sagrado promontorio de la Ciudad de México, escenario de apariciones y de rosas fuera de temporada.
La tradicional peregrinación anual fue el motivo de su viaje, así como el de cerca de un millón de entusiastas participantes que, siguiendo una tradición de más de 130 años, estrujaron su calzado en los más de 200 kilómetros de recorrido. Doña Pueblito y sus muchachas, con los pies molidos pero el corazón pleno, presumían de haber logrado de nuevo la hazaña.
Las personas que, durante el trayecto de la caravana, en medio del tráfico que ocasionaba, desde las ventanillas de sus autos las vieron a veinte kilómetros por hora caminar a tres, se preguntaban por la utilidad práctica de tales sacrificios y estorbos. Hacían las operaciones aritméticas referentes al gasto y al tiempo perdido que esta aventura supondría. Una vez recuperada la velocidad de crucero y la ecuanimidad, a más de ciento treinta por hora juraban, —como cada año—, no volver a circular por esa carretera en esas guadalupanas épocas, de todo su respeto.
Estaba claro que, para aquella formación de piadosas mujeres, fervorosos hombres y ciclistas devotos, organizados en grupos en consideración a su sexo, ninguna crítica sería de su talla. Año tras año, empeñados en conservar la tradición, marcharían en alegre romería sin juicios, sin reparos y echando cuetes.
Coloradas las orejas de la prima, colorados los pies de las peregrinas y Colorado el nombre de la población desde donde ya se veía el enorme monumento al indio Conin, fundador de estas tierras, que con su pétrea diadema de plumas les daba la bienvenida a Querétaro. Al verlo, la reverente Pueblito de inmediato formó la señal de la cruz.
—¿Por qué se persigna, doña Pueblito?
—¿Qué por qué me persino?
—Persino no, persigno. O como usted quiera. Pero, ¿por qué lo hace?
—¿Pos qué no ve que ahí está San Juditas Tadeo? ¿Que no le ve la llamita en su cabeza?
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