domingo, diciembre 22, 2024

Motivos de peso – Rodolfo Lira Montalbán

A pesar de todos sus esfuerzos, de todas sus privaciones, las tentaciones de la carne pudieron más que él. Y no sólo las de la carne, también lo vencieron los hidratos de carbono y los azúcares. La dieta de mínimas calorías que le había funcionado con relativo éxito y que consistía en comer con intermitencia, un día sólo proteínas y al otro, frutas y verduras, fue su motivo de orgullo al vencer la batalla mañanera contra la báscula, hasta que, pasado un tiempo razonable, el engaño fue descubierto por su cuerpo.

—¿Así que me vas a privar de comer? ¿Así que un día sí y al otro, no? 

No hay problema, le dijo el estómago, me tragué la trampa por meses, pero te tengo noticias: Exigiré y guardaré calorías en donde más te estorben. Desde luego no será en las pompas, ¿qué te parecen la lonja o la panza? Así que, amigo mío: Intenta otra dieta, esta ha sido descubierta.

Y de los diez gloriosos kilos que había bajado, recuperó ocho. A su edad, se requieren motivaciones especiales para mantenerse en forma. En la juventud, los impulsos del amor son poderosos, agradar a la joven dama a quien dirigía sus ímpetus de conquista le permitía sobrellevar cualquier sacrificio. Los extremos alimentarios lo compensaban todo. Lucía el traje de baño con desvergüenza. Pero al llegar a la frontera entre la adultez y la senectud, ahora la principal motivación es su supervivencia como propietario del sobrepeso.

Los análisis de laboratorio no dejaban ningún resquicio de duda: los altísimos niveles de colesterol, triglicéridos y azúcares fueron los que le provocaron los últimos mareos y el cansancio crónico. El doctor pronunció la palabra temida: dieta.

            Los regímenes dietéticos no eran ninguna novedad para él. Como víctima del sobrepeso en sus primeros años de casado, cuando la hormona juvenil decidió retirar su participación en el evento y cedió su lugar a la cerveza, a la caloría y al sedentarismo, los resultados fueron deplorables. La talla 30, orgullo de muchas de sus conquistas, ahora rondaba el peligroso número 36.

Su mujer lo presionó en tal forma, que no tuvo más remedio que obedecerla. Ejercicio y ensaladas fueron los compañeros de sus tardes. Los licuados de proteína y las frutas a media mañana: sus verdugos. El consumo de alcohol se reservó solo para los domingos. Para el resto de la semana, agua, agua y más agua.

            Que fácil fue ganar esos dieciocho kilos y cuántos meses requirió para perderlos. ¿En qué momento de la vida el descuido o la desmotivación lo hicieron presa de la gula? ¿En qué lugar del camino se perdió la frase que tanto le admiraba al tío Pancho?  “Yo como para vivir y no vivo para comer”.

            Qué lejanos resultaban ahora los tiempos de su niñez, en que se cenaba en casa con una enorme bolsa de pan. Las conchas, los polvorones, las chilindrinas y los cocoles con nata volaban en segundos. Cinco hermanos sin remordimientos daban cuenta de ellos. Y no contentos con tamaña desfachatez, despachaban también huevitos revueltos cocinados con manteca, tortillitas y, ¿por qué no? champurrado, atolito de fresa o de nuez y, para rematar, en caso de haber visitas a cenar, un buen vaso de refresco. Con azúcar, por supuesto. No había de otros.

            Las fiestas decembrinas, que antes esperaba con ilusión, ahora son temidas. En el horizonte ya puede adivinar al implacable pan de muerto, seguido por los brindis de fin de año, los pasteles de navidad, los dulces típicos, la rosca de reyes y toda esa legión de enemigos temibles.

La gula tendrá que ser sometida, la ansiedad que le provoca el hambre, lo irritable que se pone al abstenerse de un pequeño gusto, serán las señales de la época que está por arribar. Su lista del súper, que contenía antojos de toda índole, hoy es un texto lamentable.

¿Cómo lidiar con fiestas de cumpleaños, con los viernes de amigos, con la visita a la casa de la abuela? Le será necesaria una dosis importante de valor. Morderse los labios e inventar el cuento de que algo le cayó mal en la comida y de que no tiene hambre, mientras observa cómo los demás gozan de sus enchiladas verdes con mucha crema, queso y cebollita picada y él, sorbiendo su tecito de hierbas para el empacho, que la abuela le recetará sin duda.

Hola, ejercicio; hola, ensaladas. Adiós, panes; hasta luego, pizzas, helados y papas fritas. ¿Logrará sobrevivir sin ustedes la última etapa de la vida con la nostalgia de su pérdida? Tal vez. Pero no prescindirá de algún romance furtivo con las pastas o con las cervezas, aunque le cause algún remordimiento. Una relación de amor fugaz con el carbohidrato será menos mala que el arrepentimiento por no haber vivido la vida a plenitud. Lo siento, corazón mío, le dijo suspirando, este amor secreto romperá las barreras del tedio y del miedo al colesterol alto y malo. No eres tú, soy yo. 

www.paranohacerteeltextolargo.com

Twitter: @LiraMontalban

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