lunes, diciembre 23, 2024

El último tren – Sandra Fernández

Entré en el último momento, antes de que se cerrará la puerta del elevador. Tenía los minutos contados. Si no hubiera tenido que retrasarme por la llamada que recibí justo antes de salir, tendría el tiempo exacto para la entrevista de trabajo. Me dejo paralizado la noticia del accidente que había sufrido Osvaldo; mi más entrañable amigo de la infancia. Entre sollozos, Karla me narraba a través de la línea telefónica, que estaba en las Montañas de Ruidoso en Nuevo México, cuando una avalancha lo envolvió. “Osvaldo en terapia intensiva”, pensé. Lo último que había sabido de él, es que estaba a punto de casarse, que tenía una empresa sólida, había logrado cristalizar sus sueños. Me embargo una enorme tristeza.

Un niño dentro del elevador, que iba de la mano de su madre, me veía con el ceño fruncido. Le sonreí, calculando su edad. Tendría la misma edad de Alfredo; mi hijo. El niño volteó a ver a su madre, quien me lanzó una mirada fría. Solté el aire que tenía contenido y resoplé un poco exagerado, llamando la atención de los demás, Me miraron con recelo y hasta ese momento reparé en ellos. Había una mujer de mediana edad, un hombre calvo, una chica adolescente y un hombre de negocios con un traje fino. Subimos hasta el piso 15, entonces, me di cuenta de que había olvidado pulsar el botón del piso 7 al que me dirigía. El hombre del traje fino miró su reloj, hizo un gesto impaciente. De nuevo, se cerraron las puertas, pero nada, el elevador no sé movió. Se había quedado suspendido, la chica pulsó el botón de emergencia, pero fue inútil. Las luces se apagaron. Nos miramos unos a otros, un calor húmedo nos empezó a sofocar. Una gruesa gota escurrió por mi frente, me aflojé el nudo de mi corbata. Abrí mi móvil, no tenía señal. 

Un nerviosismo colectivo se apoderó de nosotros. El elevador empezó a descender, pero fue tomando velocidad de forma vertiginosa que nos tomó por sorpresa. Emitimos un grito al unísono. El niño pequeño cayó al piso, golpeándose la cabeza.  El elevador seguía descendiendo, tomando cada vez, una mayor velocidad. La mujer empezó a rezar. El hombre de negocios sujetó su portafolios. Los pensamientos iban pasando tan rápido como la velocidad en la que descendíamos. Lo tenía claro, iba a morir. De pronto, la luz dentro del elevador se encendió, como si fuera un juego perverso, pude ver los rostros asustados.  La luz comenzó a parpadear de nuevo.” Ya debimos estrellarnos “, pensé. Eran 15 pisos, pero seguimos descendiendo.  Apreté mi brazo con fuerza, el dolor recorrió mi piel. “Estoy vivo”, pienso. 

En eso me percaté que había alguien más adentro del elevador, era un anciano de tez blanca y de cabellos blancos. Un hombre ya entrado en año. Creo que nadie más de nosotros lo ha visto. Tiene la barba larga y blanca. La cara angulosa, las ojeras cayendo sobre sus mejillas. Sus labios emiten una sonrisa, nos mira, y nos dice: “Todo estará bien”, lo repite. “No dolerá, no tengan miedo”, la suavidad de su voz contrasta con nuestro horror que estamos experimentando.

Sin siquiera sentirlo, aterrizamos de una forma suave y liviana.  Se abrieron las puertas del elevador, salimos perplejos de él, sin siquiera imaginarnos que estamos vivos, nos miramos unos a otros. El anciano nos guía, lo seguimos. Hay un tren esperándonos. El anciano nos señala que debemos subir, esboza una sonrisa que nos da confianza. Nadie habla, nos sentimos aliviados por haber sobrevivido. Se van subiendo uno a uno. Yo, espero al final de la fila. Es extraño, no siento dolor, ni pena, ni angustia, sino una inexplicable paz.

Al subir, camino al final del vagón. Hay un único asiento disponible, hay un hombre sentado que no lograba distinguir su rostro. Me siento junto a él. 

Se descubre su rostro. Era así tal como lo recordaba; es Osvaldo; el mejor amigo de la infancia.

“Vamos a realizar nuestro último viaje juntos” me dice. 

Antes de que pueda responder, se escucha un fuerte chillido. El tren empieza a avanzar lento, despacio. Entramos por un túnel, oscuro y sombrío, al final solo alcanzo a distinguir una luz brillante, fastuosa; es nuestro destino final.

El tren sigue avanzando, cierro mis ojos y suspiro.

Por: Sandra Fernández

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