Durante el último año de estudios de los cuatro obligatorios para obtener el título de logoterapeuta (persona que estudia la parte humanista de la psicología), tuve que hacer varias prácticas; algunas gratificantes y otras no tanto.
Una de ellas fue en la casa de retiro de día para adultos mayores, en la que mi sobrino era el accionista principal.
Estaban muy bien organizados los servicios. La entrada era a las ocho de la mañana. A la mayoría, los iba a entregar alguno de sus familiares antes de dirigirse a sus labores. También existía el servicio de recoger, a quienes lo necesitaran, en una camioneta de la institución en su domicilio, a las siete y media de la mañana, y regresarlos a las seis de la tarde.
Mi labor, ante los otros socios y los empleados, era diseñar diariamente los menús para desayuno y comida de los asistentes; también supervisar la preparación, calidad y cantidad de las porciones servidas.
Los propósitos reales eran otros dos, muy diferentes:
El primero era, a través de platicar con los asilados, convertirme en su amiga y así ganarme su confianza. De esta forma, podría conocer sus vivencias referentes al trato recibido, ya que se tenían quejas que, obviamente, los empleados negaban que fueran ciertas.
Otro, y para mí el más importante, era, sin que lo supieran las personas internadas, con ellos poner en práctica mis conocimientos psicológicos, ya que muchos de los asistentes sufrían de depresión causada por el maltrato de parte de su familia.
A lo largo de los ocho meses que estuve asistiendo, se descubrieron malos manejos por parte de empleados y socios, pero lo gratificante fue haber podido ayudar a esas lindas personas que, por lo regular, no encontraban ya el sentido para seguir viviendo.
Se puede decir que yo practicaba mentiras blancas o piadosas, con las que yo no me sentía muy bien, pero que, al final, condujeron a resultados satisfactorios.
¡No estoy segura de si esas personas mayores aportaron más a mi vida o yo a las de ellos!
Para otra de mis prácticas, muy desagradable, durante cuatro meses me hice pasar como alcohólica en las reuniones semanales de “AA” en una casa de la colonia Del Valle.
Desagradable, no por las personas o por el lugar, sino por la farsa que yo tenía que representar.
Todas las personas que ahí conocí, fueron cálidas y me recibieron con los brazos abiertos.
En el instituto, nunca me informaron que lo primero que debía hacer al llegar a la junta de “AA” era presentarme y relatar mi historia como adicta al alcohol. Traté de no tartamudear y mantener la mirada firme en la del conductor del grupo y en las de mis, en ese momento, compañeros.
Para nunca contradecirme, debía de memorizar mis respuestas a preguntas como:
¿Cuánto tiempo llevas siendo alcohólica?
¿Qué cantidad y con qué frecuencia tomas?
¿Por qué te decidiste a venir?
Desde esa primera vez que asistí, me asignaron a un padrino que era alcohólico, pero que ya llevaba un tiempo considerable sin ingerir alcohol. De inmediato, me proporcionó su número de celular para que, si yo sentía la tentación o necesidad de tomar, antes le llamara, sin importar la hora. Él era la persona que le iba a dar seguimiento a mi caso.
Si me sentía deprimida, igualmente lo debía llamar de inmediato.
Mi objetivo era convivir con los alcohólicos como si fuera una más de ellos, comprenderlos y aplicar los métodos de terapia que había aprendido. De esa forma, como compañera, no como terapeuta, podría ayudarlos.
Cada semana, se me iba el sueño desde un día antes de la reunión de los jueves por la tarde. Tenía que darle más peso al hecho de ayudar a que los “compañeros” tuvieran confianza en que iban a salir adelante y no a lo mal que me sentía al hacerme pasar por alguien que no era yo.
Debía de reportar a la directora del instituto, de forma muy detallada, cada caso en el que yo intervenía; ella me guiaba y calificaba.
Al pasar de los meses, mi padrino ya no esperaba a que yo le llamara. Comenzó, con el pretexto de darle seguimiento a mi caso, a hablarme hasta tres veces al día. Pensé que él necesitaba más ayuda que yo, pero… hubo otra razón que me obligó a retirarme y nunca volver.
Para titularme como logoterapeuta, debía cumplir con tres prácticas… aún me faltaba una.
Esta fue una pesadilla inenarrable. Debía asistir tres veces por semana a una vieja construcción en la calle de Amores, a corta distancia de mi oficina.
En esa casona estaban detenidos, por no decir presos, decenas de “menores infractores”. Había jóvenes (hombres y mujeres) asesinos, violadores, secuestradores, narcotraficantes y más.
Por lo que viví ahí, en esas tres semanas que asistí, preferí no titularme a seguir acudiendo, si era el precio que debía pagar. La directora de instituto lo comprendió y, después de presentar exitosamente mis exámenes, obtuve mi título.
g.virginiasm@yahoo.com