Un domingo del año 2005, mi hija Yleana y yo asistimos a la misa de la una de la tarde a la iglesia de San José de las Palmas. Esta se encuentra en una de las colonias más lujosas de la Ciudad de México: Lomas de Chapultepec.
Durante la celebración, me dijo que antes de que terminara la misa fuéramos a rezar ante la imagen de San Charbel. Le contesté que yo no la acompañaba, porque ese santo, tan venerado y lleno de listones, me caía mal porque tenía cara de enojón. (Las personas devotas cuelgan en sus brazos un colorido listón por cada milagro realizado).
Ese domingo, el evangelio trató sobre Jesús en el monte Sinaí pidiéndole a Dios: “Padre, si quieres aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Al escuchar eso, le comenté a mi hija que yo no entendía a Dios … “¿Qué padre permite que su hijo sufra como Jesús sufrió?”.
Al terminar la misa, para realizar las compras domingueras, nos dirigimos en el carro al Superama que se encontraba a escasas cuadras. Corrí con suerte y nos estacionamos casi a la entrada del autoservicio en una de las calles más transitadas del rumbo.
Bajé del carro, esperé que mi hija también lo hiciera, me colgué al hombro la bolsa de mano y aseguré las puertas. Mantuve las llaves en la mano.
Había yo dado escasos tres pasos cuando se acercó un joven y poniéndose a mi lado me abrazó de forma muy amistosa. Creí que era mi primo que vive en esa colonia… estaba totalmente equivocada.
A los pocos segundos, sin dejar de abrazarme, y poniéndome una inmensa pistola en el cuello dijo: “Esto es un asalto”. Supuse que quería las llaves de mi precioso y querido carro … me equivoqué. Él continuó: “Si te portas bien, no te haré daño, solo entrégame tu reloj”.
Al fin, y a pesar de los goggles con los que se cubría gran parte de la cara, pude distinguir sus rasgos. Entonces recordé haberlo visto durante la misa, incluso mi hija me había comentado que en la siguiente fila de bancas había un tipo guapo, pero ridículo, usando esos inmensos lentes amarillos.
Siempre había pensado que, si un día me asaltaban, mi actitud iba a ser grosera y retadora como la que asumo cuando algún agente de tránsito se acerca a mi carro con su clásico: “Buenas tardes, me permite su licencia”.
Nunca lo hubiera creído: fui hasta cortés con él. Cuando sentí que le temblaba la mano que sostenía la pistola en mi cuello, le pedí que se calmara. Estiré mi brazo, se lo puse cerca y le dije: “Quítame tú el reloj, por favor, pero tranquilízate”. Algo aún más increíble fue cuando me contestó que me pedía que lo hiciera yo. Nunca me solicitó las llaves del carro, ni mi bolsa en la que traía chequera, tarjetas y efectivo.
Al entregarle mi reloj … me dio las gracias y ofreció disculpas, a lo que yo le contesté: “Así es la vida, simplemente nuestros caminos se han cruzado”. En ese momento escuché otra voz que le decía: “El reloj de la otra también” .
Nunca pensé que fueran dos los asaltantes. El otro, desde su motocicleta, también me apuntaba con un arma larga.
Volví a la realidad y vi a mi hija a la mitad de la calle, paralizada por el miedo.
Extrañamente, no pasaba ningún carro o algún peatón.
El asaltante se dirigió a ella y le pidió su reloj. Mi hija permaneció inmóvil, viéndolo con un gran odio. El muchacho le volvió a pedir solamente el reloj, no el precioso anillo de compromiso que pocas semanas atrás le había entregado su novio. Ella no se movió, ni intentó entregarlo. Al verla en esa actitud, mi calma se cambió por un indescriptible terror que me hizo gritarle: “Yleana, no seas idiota, te va la vida, entrega tu reloj”.
¡Finalmente lo hizo!
El muchacho, ya con los dos relojes Cartier que hacía un mes habíamos comprado en Liverpool a 24 meses sin intereses, se dirigió a la motocicleta en la que lo esperaba su compañero. Antes de arrancar, me gritó: “No se te ocurra denunciarnos”. Yo le contesté que no lo haría, ya que corría el riesgo de encontrarlos como ministerios públicos. En ese momento, Yleana, muy alterada, me dijo: “Solo te falta irte a tomar un café con ellos”.
Al momento en que los asaltantes se arrancaron, los carros comenzaron a circular. La gerente de la tienda salió a ofrecernos un bolillo que decía era bueno contra el susto y comentó que, una cuadra atrás, dos patrullas cerraban el tránsito para que los asaltantes actuaran libremente y que esto sucedía con frecuencia. Que ambos tipos solo robaban relojes.
Yo regresé a la iglesia a dar gracias porque no nos habían secuestrado, llevado mi carro o robado mi bolsa.
Yleana me culpó de haber provocado el asalto al blasfemar contra Dios Padre y burlarme de San Charbel.
Me dejó de hablar por más de un mes por haberle dicho “idiota”, cuando lo que le pasaba era que estaba paralizada de miedo al ver que uno de ellos, después de haber cortado cartucho, tenía la pistola en mi cuello.
Durante veintitrés meses, cada vez que llegaba el estado de cuenta con el cobro de la mensualidad de los relojes, mi hija y yo volvíamos a recordar el asalto.
Lección: nunca más compramos un reloj caro.
En otro capítulo relataré lo sucedido en un segundo asalto.
g.virginiasm@yahoo.com