Captar la señal de la frecuencia modulada en la radio requería habilidades especiales. En aquel pueblo, distante de las estaciones emisoras de la gran ciudad, era a veces heroico. En los años setenta y ochenta del siglo XX, los jóvenes oriundos de aquellas lejanías conocíamos los secretos para captar una buena frecuencia. Las condiciones del clima y la posición del aparato receptor eran esenciales. La recomendación principal era la de tener una buena antena y a falta de esta y de presupuesto existían inventos caseros, portentos del ingenio electrónico: alambres debidamente conectados a los herrajes de las ventanas, ganchos para la ropa orientados con precisión milimétrica y otros muchos artilugios que se recomendaban de boca en boca.
Algunos automóviles venían equipados con toca casetes y radio receptor AM/FM. Uno de esos envidiados aparatos venía como equipo de lujo en aquella camioneta pick up Chevrolet del año 1980, orgullosa propiedad de mi padre. Al terminar la jornada de trabajo el premio al que éramos acreedores por la labor del día era el de guardar la camioneta en la cochera. Mi papá lo sabía muy bien pero, magnánimo, fingía ignorarlo: aquella maniobra de estacionamiento incluía una vuelta por el pueblo con duración de una hora.
La codiciada señal de la FM era captada con más potencia en algunas zonas altas del pueblo. Si el día era lluvioso, era una magnífica noticia: la humedad en el ambiente era un buen conductor de las ondas hertzianas. Entre interferencias y cortes las últimas novedades de la música popular se podían escuchar, así como la voz de aquellos locutores que con elegancia anunciaban: “A continuación; el gran wichi wichi y su grupo wacha wacha”.
En ocasiones, eso era lo poco que mi entendimiento registraba, debido a que en el manejo del idioma inglés alcanzaba un nivel cercano al de los lancheros de Acapulco. En las mejores escuelas del pueblo esta era una asignatura que solo merecía dos horas semanales de estudio, de manera que, por cuestiones de trabajo y de viajes muchos tuvimos que regresar sonrojados a las aulas bilingües en la edad adulta. Aquella precaria habilidad idiomática permitía dos cosas al escuchar la radio: entender muy poco al locutor y entender menos a la letra de las canciones. La televisión y la sección de espectáculos de los periódicos nos daban algunas pistas de los cantantes que escuchábamos y ahí tal vez la ignorancia era aligerada, pero muchas de las letras eran una ciencia oculta para los jóvenes súbditos del rock and roll. Había que comprar las revistas especializadas no accesibles para todos, y estar muy atentos a los anuncios del locutor. De lo contrario, podían pasar semanas o meses para llegar a enterarse del título de esa canción fascinante y de su intérprete misterioso.
Yo suplía la falta de conocimiento de las letras aplicando hábilmente el shalalá o aportaba a las canciones palabras ininteligibles pero muy parecidas a su original en inglés. Las melodías quedaban debidamente mejoradas, preciosas y listas para cantarse al momento de aparecer en la programación, a condición de cantarlas en la más completa privacidad.
En una de esas memorables y nubladas tardes, lo logré captar fuerte y claro: aquella fantástica canción: You’re The First, The Last, My Everything, había sido interpretada por el gran Barry White, acompañado por la orquesta: Amor ilimitado. A partir de ese día y en innumerables ocasiones el dueto que conformamos Barry y yo, llenó la cabina de esa camioneta con inspiración apasionada. Mis letras eran perfectas. La profunda voz de Barry, impecable. Esas y muchas otras voces de grupos y cantantes de moda contenían mis letras: las barreras del idioma nunca impidieron ejecutar mi muy personal comprensión musical.
Anoche, mis recuerdos se removieron. Abajo en la terraza, se llevaba a cabo una reunión de mis hijos con su grupo de amigos y amigas, nacidos todos en la década de los noventa. Escuchaban como es habitual la música electrónica punchis punchis, enemiga de mis nervios y atentado en contra de mis ventanas temblorosas. De repente; en un arranque de relajo con leves notas etílicas: cambiaron a la música del rock, disco y pop de mis recuerdos. Sus cánticos asaltaron mi descanso y destrozaron mis letras. Los muy infelices: en un perfecto inglés, cantaban los éxitos de mi pertenencia y reían divertidos por la simpleza de sus significados.
Una esperanza en esta generación me quedó como balance de lo escuchado; alguna vez llegué a pensar que aquella música de mi juventud quedaría muerta con nosotros y en los catálogos de la antropología musical. Pero anoche escuché sorprendido lo que puede ser el eslabón perdido entre nosotros y nuestras descendencias, y tal vez hasta un punto de encuentro: la música y letras de esas viejas canciones a veces románticas y a veces inocentes; al igual que a nosotros, a los jóvenes de hoy también les divierten, los mueven y los conmueven.
En el transcurso de mi sueño interrumpido y al escuchar sus interpretaciones, recordé las mías. Estuve a nada de decirles: “Chavos: así no va”.
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