La fiesta de aquella noche quedaría registrada en la agenda como una de las más divertidas del año. Los cantos y risas cesaron cuando el reloj cucú anunció las dos de la madrugada. Ya de camino, el jolgorio siguió arriba del auto. El recuerdo de los chistes volvía a hacer reír a carcajadas a Lupita y a Carlos.
Eran casi las tres cuando llegaron a casa. Hora decente, según Lupita, para ponerse el pijama y guardarse bajo las cobijas, pero hora propia para encender el aparato estereofónico de la sala, según Carlos.
El volumen que alcanzaban sus monstruosas bocinas dispersaba por toda la casa la alegría de Celia Cruz: La vida es un carnaval pudo ser escuchada incluso en las casas vecinas.
“¡Azúuucar!” Gritaba y cantaba Carlos, todavía enfiestado. Luego, las varias copas que animaron la juerga dieron por concluida su participación en el torrente sanguíneo y ahora provocaban un efecto somnífero. Mientras dormitaba sentado a solas en la sala, sin perder la sonrisa, el territorio era ocupado por el desenfreno musical.
Colgada en un lugar de privilegio en la sala, se imponía una enorme máscara africana que parecía tener vida propia y a la que, al parecer, el escándalo no le provocaba alegría alguna. Procedente de Costa de Marfil, escondía poderes mágicos. Así lo presentía el vendedor de la casa de antigüedades del centro de Puebla, en donde Carlos la compró.
Con gran habilidad y dándole un descuento irresistible, el poblano se deshizo de ella y hasta ayudó a acomodarla en la cajuela, en donde apenas cupo. Carlos, feliz con su compra, llegó a sospechar que no era normal el ridículo precio que consiguió para una pieza original de tan notable belleza y que presumía ser la máscara más cara del bazar.
Cuando el bullicio del siguiente disco comenzó a invadir la atmósfera, Carlos, en el abandono de sus alcoholizadas facultades y entre perturbadoras notas musicales, percibió una voz que le susurraba al oído:
—Carlos: Bájale a la música y ya vete a dormir.
Quedó paralizado de miedo. No se atrevió a abrir los ojos ni un milímetro. Al conseguir hacerlo, vio con espanto que la máscara le clavaba la mirada. Todas las señales de alarma invadieron sus sentidos. De un salto se puso de pie. La espió escondido detrás del sillón. Intentando calmarse, caminó aterrorizado alrededor de la mesa del comedor. Una, dos, tres vueltas.
En un alarde de valor, se acercó a ella y la retó con la mirada. Subió al sillón. Con todas sus fuerzas, la descolgó arrojándola al suelo. La diabólica sonrisa no desaparecía. La pateó, la lanzó contra la pared, pero no consiguió hacerle ni un rasguño. Corrió a la cocina, buscó el martillo. Con él en mano, acometió con repetidos y salvajes golpes, pero estos rebotaban en la dura madera y le dejaron el brazo adolorido.
Arriba, en la recámara, a causa del escándalo, Lupita despertó de su profundo sueño. El cansancio le hizo desistir de bajar a ver qué pasaba: “A este ya se le botó la canica”, alcanzó a pensar antes de volver a quedar abandonada en su somnolencia.
Así permaneció hasta que su olfato la sacudió de la modorra. El fuerte olor a madera quemada la puso en alerta. Proveniente del cubo de la escalera invadido ya de humo, viajó el grito de Lupita:
—¡Carlos! ¿¡Qué se está quemando!?
Carlos no escuchó los gritos, alterado y entretenido como estaba en colocar la máscara en la estufa, sobre las cuatro hornillas encendidas a flama total.
Dejó pasar un tiempo suficiente para que el fuego diera cuenta del hechizo perverso. El producto de su interés, chamuscado, resbaló y cayó al piso. Para mayor pánico de Carlos, mostró la cara y la sonrisa intactas.
Presa del terror, corrió escaleras arriba, entró a la recámara en el momento en que Lupita ya consideraba calzarse las pantuflas para proceder a la inspección ocular. Él se hincó al pie de la cama temblando e implorando ayuda:
—¡Amor! ¡Amor!
—¿Qué te pasa, amor?
—¡La máscara me habló!
—¡¿Qué, Queeé?! ¿Qué la máscara te habló? ¿Y qué te dijo?
—Me dijo: bájale a la música y vete a dormir.
—¿Eso te dijo?
—¡Sí!
—¡Menso! ¡Fui yo!
Las expresiones de la cruda etílica, la moral y las disculpas en todos los tonos, se escucharon a la mañana siguiente en la sala junto con los golpes del martillo que reponían el clavo arrancado.
Sin mayores ceremonias la máscara regresó a su lugar. Brillando intacta en aceite restaurador para maderas, sonríe maliciosa.
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