La abuela siempre ha sido de carácter muy adaptable, aunque fue intransigente y en extremo cuidadosa cuando de su apariencia y la de sus hijos se trató. “Rayas con cuadros no van”, era la frase con la que los devolvía de la puerta para hacerles escoger un atuendo más coordinado. En cuanto a colores, tenía códigos muy estrictos. “¿Quién te dijo que el café y el azul combinan?” Jamás toleró mezclas discordantes. Tan sólo con la aprobación de su mirada, sus hijos, pero sobre todo sus hijas, comprobaban si habían acertado al momento de elegir su atuendo. Bromeaban con que su gusto, más que exquisito, era exquisote.
Las modas de los años setenta la atraparon al cumplir los cuarenta. Fue un verdadero logro convencerla de la comodidad de usar pantalón, prenda que, según sus estándares, estaba reservada a los hombres. Tuvo que tolerar que sus hijos perdieran todo respeto a sus costumbres. Al ver a alguno enfundado en una camisa rosa, preguntaba con sarcasmo: “¿En la tienda donde compraste esa camisita, también había ropa para hombre?”
Los calendarios se sucedieron y junto con ellos los estilos. Sus hijos y nietos los portaron delante de ella primero con cierto pudor y después ignorando en forma retadora sus críticas y la torcedura de boca que mostraba su callada desaprobación.
El hecho de que la abuela hubiese cumplido los noventa años, no era razón para considerar que ya “chocheaba”. Para asombro de todos, conservaba un excelente estado de salud física, pero sobre todo mental. Era capaz de sostener largas conversaciones y hacer gala de memoria e inteligencia. Su autoridad moral, filosofía y alegría por vivir, siempre fueron fuente de consejos útiles. Sus altas calificaciones en materias tales como optimismo o adaptación, eran muy superiores a las de personas con la mitad de sus años.
Por eso, fue muy extraño para sus hijas el día en que la vieron bajar por la escalera muy despacio y sin soltar el barandal, lo segundo y más importante que notaron fue que los colores de su atuendo eran una afrenta a su socorrida frase: “Pareces caja fuerte”. No se les encontraba la combinación.
—Mamá, ¿estás bien?
—¡Más que bien! ¿A qué viene la pregunta? Mejor muevan sus cuerpecitos y apúrense, que vamos a llegar tarde a la misa.
Una de las hermanas se atrevió a hacerle notar la mescolanza de colores. La otra, a pesar de la incomodidad patente de la abuela, tanteó las razones por las que el descenso de la escalera fue ejecutado con tan excedidas precauciones. Sus evasivas lo confirmaron: era hora de llevar a su madre a la revisión anual de los ojos.
–Señora, ¡dos años sin verla! —reprochó el oculista.
En efecto, por culpa de la pandemia y hasta ser vacunada, la abuela decidió posponer todo tipo de relaciones interpersonales. Las médicas, entre ellas.
Las hermanas enviaron al WhatsApp de la familia el aviso de que la abuela ya no requeriría de lentes nuevos; en su lugar, era necesaria la intervención quirúrgica de sus cataratas. Enfermedad que había avanzado implacable y callada, ante la prudencia informativa de la abuela y del doctor.
El miedo y las jaculatorias que anteceden a una operación no fueron ajenas a la familia. El día y la hora llegaron, la intervención fue todo lo exitosa que se encomendó a los santos y tres horas más tarde, ya en el camino de regreso, la abuela, aún bajo los efectos de la anestesia, declaró con emoción:
—¿Ya vieron qué azul está el cielo? ¡Y qué verde está el pasto!
Por culpa del filtro opaco de su cristalino, había olvidado los colores y los brillos. Las tonalidades de la naturaleza y los reflejos del sol que habían quedado en sus recuerdos, ese día renacieron en una explosión de matices.
—¿Cómo estás mamá? ¿Cómo te fue en la operación? Se escuchaba al otro lado del auricular la voz de uno de los preocupados pero ausentes hijos.
— ¿Te acuerdas de don Humberto, el amigo de tu papá? ¿Sí? Bueno, cuando lo operaron de los ojos le pregunté lo mismo. Señaló a la ventana y me contestó: “Ire usté, ire usté: ora sí veo muy bien”.
El muy “distraído” pensaba que yo veía lo que él veía. Pues lo mismo te digo hoy: ¡Ire usté, ire usté! Ya volví a ver bien, ya puedo bajar las escaleras sin pescarme del barandal, ya distinguí de nuevo el negro del azul. No pierdas esto de vista, mijito: Nadie sabe lo que tiene hasta que “no lo ve”.