Mientras la luz del semáforo cambiaba al verde, echó un vistazo a la hora en el reloj del auto. ¡Otra vez llegaría tarde! El pesado tráfico parecía no moverse, nada ayudaba a calmar su impaciencia. Intentó distraerse con las habilidades circenses de los equilibristas callejeros pero fue inútil, la angustia ya le causaba opresiones en el pecho. Su agenda no permitió respiros ese apresurado día, fallaría a la última cita y, para colmo, tenía la corazonada de que no le esperaba un ambiente apacible en casa. Hacía semanas que ahí se venía cocinando el mal humor. La incierta economía doméstica atizaba la tensión nerviosa.
Sintió un repentino dolor en el pecho. La luz cambió a verde, recorrió tres cuadras y esperó tres luces verdes más. El dolor no desaparecía y antes de alcanzar el cuarto semáforo ya fue preocupante. En un intento por mitigarlo aplicó masaje a su pecho.
“Será mejor ir al médico”, pensó. Intentó llamar por teléfono para hacer una cita pero el número daba ocupado. Arrojó el aparato al asiento contiguo, donde rebotó y cayó al tapete. El dolor era más intenso ahora. Se olvidó del teléfono y dirigió el auto al hospital en forma temeraria.
Encontró un lugar para estacionar muy cerca de la puerta. El peor momento del dolor se presentó: cerró los ojos, apretó el volante, esperó unos segundos. Al levantar la cara, se encontró con la mirada de algunos curiosos. Aturdido, bajó del auto y se encaminó al consultorio del cardiólogo. Recordó su última visita: era seguro que el doctor lo regañaría por no seguir sus indicaciones e ignorar la dieta. Advirtió en sus piernas una extraña sensación de levedad, era como si sus pies no tocaran el suelo.
No había nadie en la recepción. La puerta del consultorio estaba entreabierta. Escuchó ruidos dentro, golpeó la cubierta del mostrador con los nudillos pero no salió nadie. Instalado en paciente decidió esperar sentado a la asistente del doctor. La recordaba bien: era amable y de no mal ver. Al poco rato, entró un hombre joven que no volteó a verlo ni correspondió a su saludo. “Cada vez están peor educados”, se lamentó.
Y vaya que éste era grosero: asomando la cabeza por encima del mueble, gritó:
—¡Ya llegué!
“¡Habrase visto! es seguro que a este chamaco no lo van a atender por irrespetuoso”, especuló. Pero no fue así: la chica salió resuelta y sin saludarlo tampoco a él, se dirigió al joven y con rapidez comenzó a auscultarlo. El desconcertado paciente quedó mudo, por lo visto, el problema del joven era más urgente que el suyo.
Con gran habilidad, la asistente despojó al joven de su camisa, acercó el oído a su pecho, lo apretó entre sus brazos con fuerza y colocándolo en posición horizontal practicó la respiración de boca a boca. Se trataba a todas luces de una maniobra médica importante. O eso supuso el testigo, hasta que comenzaron a suceder cosas fuera de lo común: el joven también comenzó a auscultar a la asistente. Levantó la pequeña falda de su uniforme, se deshizo con pericia de la ropa interior y aplicó una revisión táctil por demás minuciosa en la región de los glúteos.
Las evidencias mostraban con claridad meridiana que esto ya no cumplía con estándares médicos. Abochornado, el testigo comenzó a carraspear: No lo notaron. Incluso tosió con fuerza: pero nada.
El espejo en la pared reflejaba las evoluciones de la agitada pareja. También proyectaba el sillón en donde él estaba sentado. Con sobresalto advirtió que su imagen no aparecía. Comenzó entonces a despegarse del suelo. Vio cómo la alfombra y los muebles comenzaban a alejarse de él. En su vuelo, observó una escena de película pornográfica en plano cenital y a una pareja debajo de él brincando en el sillón. Cuando ya comenzaba a emocionarse traspasó el techo: la vista dio paso a la azotea del hospital, su vuelo alcanzó la altura de la antena de comunicaciones.
Desde ahí, observó el estacionamiento y a su auto rodeado de gente. Se distinguió a sí mismo recostado en la banqueta y a su cardiólogo aplicando el método de resucitación sobre su materia exánime. En ese momento, como un rayo, entró de nuevo en su cuerpo.
Despertó mientras escuchaba al doctor intentando, sin éxito, llamar por teléfono a su asistente. El médico le ordenó a gritos al guardia de la entrada que corriera hasta su consultorio y dijera a la señorita que le enviara su estetoscopio. Furioso, se preguntaba:
—¡¿Qué diablos estará haciendo esta muchacha, caramba?!
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